Diario de León
Publicado por
Enrique Ortega Herreros psiquiatra y escritor
León

Creado:

Actualizado:

Escuché casi religiosamente el último discurso navideño del Rey de España y cuando acabó sentí un sabor metálico en la boca, algo parecido a una tristeza en las papilas. Ya sé que los discursos institucionales hay que saber interpretarlos, encontrar la clave, entender y encontrar la luz en la oscuridad, despojando la forma hasta alcanzar el contenido. Ya sé que se trata de un discurso previamente cocinado por quienes pretenden nadar y guardar la ropa. Un discurso que tiene mucho más en cuenta a quienes hacen parte de las facciones políticas que al pueblo llano y soberano (¿?), por aquello de que «el rey reina, pero no gobierna». Ignoro el protagonismo directo del Rey en la confección del mismo, pero me temo que no mucho, dadas las circunstancias. También sé que los comentarios y valoraciones del discurso variarán según quienes los hagan y, sobre todo, según las variables subjetivas de los mismos. Me gustaría compararlos con el mismo discurso leído por un profesional «aséptico» de la radio o de TV, por ejemplo.

Casi siempre el discurso suena a trámite, pero en esta ocasión se me antoja que ha sido distinto, dolorosamente distinto. Comprendo la tristeza del Rey que parecía cautivo de su propio discurso, haciendo esfuerzos por decir sin decir lo que le duele, buscando la forma de superar lo absurdo de una situación que le encorseta, que le priva de su condición soberana de proclamar la verdad de la situación y su postura auténtica ante ella. Obligado a utilizar perífrasis y circunloquios para camuflar, evitar desencuentros, no irritar a los poderosos, ha dado muestras evidentes de sentirse sometido por ellos. Y eso es muy triste y preocupante. Quizás haya quien insista sobre el papel moderador, imparcial, neutral (que no neutro) del monarca que lo es de todos los españoles, incluso de aquellos que le niegan tal prerrogativa. Es posible que yo proyecte mis preocupaciones, filias y fobias, pero no creo equivocarme cuando digo que el Rey estaba triste, sin brillo en la mirada, rígido, encorsetado dentro de un ambiente sin luz, sin vida.

De nada sirve constatar la «persecución» de la que es objeto por buena parte de los usurpadores del poder si los demás, monárquicos o no (yo no soy monárquico, intelectualmente hablando), asistimos indiferentes al derrumbe, no solamente de una institución, sino al desmantelamiento de unos principios que configuran la columna vertebral del ser social español. De nada sirve proclamar que no hay derecho cuando se están pasando el derecho por el arco del triunfo desde hace mucho tiempo.

Hace más de ocho años se publicó en este mismo medio un artículo mío titulado Rectificación o el caos . Desde entonces, de rectificación nada de nada, más bien al contrario. Es decir, que el caos avanza como una sombra engañosa, disfrazada de progresía y libertad. Nos queda Europa, enfatizó el Rey entre convencido y soñador. Yo también apuesto por ella, pero más soñador que convencido, dado el rumbo que va tomando y, sobre todo, porque hasta ahora no ha sido capaz de lograr, de articular una Constitución común a todos sus miembros, quienes, al margen de dar unas manos de pintura sobre valores e ideales, campan a sus anchas, más ocupados en no perder de vista la bolsa de los dineros que de construir la columna vertebral de unos valores compartidos por todos y de obligado cumplimiento. Sé, como el Rey recalcó en diferentes momentos de su discurso, que la unidad nos permitirá salir adelante, avanzar en la buena dirección. Lo que no dijo es que el traje de la unidad va rompiéndose por las costuras por la fuerza desbocada de quienes ensalzan y pretenden, precisamente, la desunión entre los españoles. Y él, el Rey, tiene que tragarse el sapo sin hacer ascos, impertérrito, no sea que se molesten los implicados en el desaguisado, tanto los que pretenden la desunión como los que se lo permiten, felones, por un puñado de votos. Menuda papeleta la del Rey y vaya papelón.

tracking