Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido, escritor
León

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Los pájaros fueron siempre fieles acompañantes de los campesinos, vivían en su entorno e incluso con ellos en sus casas, en aleros y huecos de paredes, en las cuadras y acompañaban sus trabajos, algunos, como las lavanderas, en cercanía tan próxima, que seguían pausadas con su rabo oscilante el surco abierto en busca de las larvas, insectos y gusanos descubiertos por el arado en la «ralva» o primera arada, mientras en el aire se cernían las alondras y las calandrias, cantores celestes celebrando la venida de la estación más bella. Otros pájaros estaban más relacionados con el pastoreo, así los arrendajos («gayos») de brillante plumaje y el pito cano que lanzaba su relincho urgente, así también el cuco y su canto que siempre sonaba lejano mecido por la brisa en el bosquecillo umbrío, sin olvidar el mirlo («mielra» en dialecto) y su melodía de flauta dulce en los árboles de praderas y arroyuelos. Y todos ellos, aun distanciados de los caseríos, eran pájaros domésticos, porque pertenecían a la gran casa del campesino, que son los campos habitados por él, eran por tanto pájaros «paganos», como el mismo campesino, habitante de los pagos campestres, aunque ellos más silvestres. Pero su paganía era, como la del campesino, profundamente religiosa, en cuanto enraizada.

Cierto es que había otros pájaros que los aventajaban en la domesticidad, porque ellos buscaban la mayor cercanía con el hombre en sus propias casas. Las golondrinas, aunque estacionarias, pegaban sus nidos en los aleros, incluso en las vigas de los corrales. Y más aún los pardales o gorriones, que hacían sus nidos en cualquier agujero de la pared y hacían sonar su guirigay gangoso en las horas de la siesta. Pero entre todos quiero destacar a las palomas por su prestigio mítico, resaltado en el arte, la literatura y la iconografía religiosa de medio mundo, señal de que siempre se ha visto símbolo de cosas muy apreciadas por el hombre en cualquier época. Recordemos su presencia constante en la Biblia y que en su evangelio Jesús la propone como emblema de sencillez (o, según otras traducciones, humildad, inocencia, ingenuidad).

Y un ave tan familiar y presente en el ámbito del espíritu ocupaba su espacio físico con una presencia multitudinaria en Cabrera. Todavía hoy, cuando hace ya tiempo que desaparecieron, las palomas siguen al menos siendo evocadas por los palomares que permanecen. Se trata de unas construcciones típicas de Cabrera, circulares, no cuadradas. Siendo así que la construcción en rectángulo es más fácil, esa traza pudo deberse a una simple razón de orden práctico en función del material empleado: piedras pequeñas y delgadas, obtenidas en el mismo lugar sin necesidad por tanto de acarreo, siempre difícil y costoso en pendientes acusadas y en sitios apartados de los caminos. La construcción circular, y por decir así continua, asegura la solidez de una cohesión que no se «interrumpe» en cuatro esquinas de difícil enlace con piedras tan pequeñas.

En la parte delantera se sitúa la puerta y en la de atrás el muro se eleva un poco sobre el tejado de lajas de pizarra, coronado con grandes piedras blancas de cuarzo, señal para orientar a las palomas. Sobre la puerta y bajo el alero una repisa de pizarra en todo el frente con agujeros en el muro permitía a las palomas posarse antes de entrar o lanzar el vuelo al salir. Dentro los huecos para los nidos se disponían todo alrededor a cierta altura. Una meseta de piedra en el centro servía para dejar comida en el invierno. Todos eran revocados con cal y arena. Con el paso del tiempo el color blanco inicial evolu cionaba hacia un lino de nube varada a la orilla de una tarde de otoño y cielo mate.

En todos los pueblos había uno o dos palomares, cuatro en Quintanilla de Losada, con una excepción extraordinaria, que son los doce de Robledo de Losada. Estaban en la cercanía de las casas, junto a las tierras, incluso en los aledaños del bosque de encina y siempre sin excepción en la cara de las laderas orientadas al sol. Solían ser propiedad, no individual, sino de familias, y cumplían una función apreciable en la vida y la economía domésticas, porque los pichones surtían la olla y el estiércol, llamado palomina, se utilizaba para abonar los semilleros.

Bandadas enormes recorrían en tiempos el valle del Cabrera y laterales, particularmente en la zona alta del mismo. Centenares, miles de palomas trazaban por los aires la gracia y el poderío de su vuelo. Por entonces los cultivos de centeno alcanzaban incluso la parte más alta de las laderas. La comida era abundante y la reproducción estaba de ese modo asegurada. Pero llegó un tiempo en que las palomas comenzaron a menguar, cuando también las tierras de labor iban quedando abandonadas. El punto de inflexión se sitúa en la década de los años 70, que vio una emigración masiva. Poco después empezaron las canteras de pizarra. Eso trajo el abandono definitivo de los cultivos de centeno y al abandono siguió la desaparición progresiva de las palomas. Los palomares se deterioraron y algunos se arruinaron. En los años 90 un proyecto impulsado por Dª. Concha consiguió la restauración de todos ellos, que así recuperados, lucen solitarios en las laderas baldías. No así las palomas, que se fueron para no volver. Ahora las palomas son ellos, los palomares blancos, vestigios silenciosos de un tiempo que se fue con ellas.

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