Diario de León

Paquita Sánchez: el amor de una mujer

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Ya en sus primeros versos, a temprana edad, el poeta se mostraba muy independiente y progresista, defendiendo la libertad, la justicia y la democracia, y tan prolijo en amoríos y borracheras como en soñadores vuelos por el mundo.

El poeta, conoció muy joven el amor adolescente, «recibiendo mi primer beso de mujer», de su garza morena. Para desacelerar su pasión y calmar sus deseos de contraer matrimonio, le embarcaron en tours por El Salvador, Panamá, Guatemala, en busca de fortuna literaria, zarpando a los 19 años para Chile. Ya de vuelta, el joven poeta trae bajo el brazo, Azul (1888), su primer éxito literario que —casi un siglo después, en Nicaragua, con fruición, leí, disfruté y enseñé—. Pocos días después, el poeta recibe la mayor desilusión que puede recibir un enamorado, saber que su garza morena, Rosario Murillo, tuvo amoríos con un hombre mayor, adinerado político. Defraudado, Rubén contrae matrimonio con Rafaela Contreras que, para colmo de más males que bienes, dio al poeta tres años de amarga felicidad, en los que mueren siendo niños sus dos hijos y muy pronto moriría ella.

Inconsolable y abrumado, y tras «8 días de llantos y alcohol», vuelve en busca del primer amor perdido que, en perdido va a convertirlo a él, haciendo de su vida un rosario de desdichas y sinsabores. Rosario Murillo, halagada con la vuelta y conchabada con sus hermanos —nada escrupulosos ni ellos ni ella—, lo llevan al altar (1893), a punta de pistola, cargado él de guaro, y ella de oscuras ambiciones. La «angélica muchacha» que había sido objeto de su adoración adolescente, comienza a perseguirlo hasta el final de sus días, cumpliéndose así su maldición, «…o Rubén vuelve conmigo, o yo voy a acabar con él». Dejando a Rosario en Panamá, Rubén se va a Argentina, de allí a Madrid, París, Roma… Huyendo del engañoso mundo, aunque nunca harto de borracheras y amoríos, Rubén Darío, en compañía de un bohemio, manco y divino él, paseando un día por los reales jardines madrileños (1896), descubrió una perla de inestimable valor, Francisca Sánchez, la moza garrida y garbosa, «de ojos castaños, tirando a negros, que acaba de regalarle una rosa» y un flechazo de Cupido, se convierte en el ángel de la guarda del chulapo «elegante, de tez morena, ojos preciosos, labios sensuales y pulcramente vestido». Y si el amor es ciego, dos ciegos se encontraron para formar una pareja cimentada solo en el amor que, saliendo del corazón, asoma y brilla en los ojos, se dulcifica en los labios, actúa juguetón en brazos y piernas, y se consuma sudoroso y frenético para descansar agotado y radiante en el lecho nupcial.

¡Ay que ver con el flamante poeta!, ahora se nos ha ido a la madre patria para tomar por barragana a la hija de un pobre jardinero, jardinera, amén de rústica e inculta, ella también. Bien casado que estaba con hermosa y próspera dama, la de los ojos verdes, de rostro acanelado, castaña la cabellera, flexible y voluptuoso el cuerpo, emparentada con lo más florido y galante de la sociedad de Managua, todos ellos gentes de alta alcurnia, aprovechados en política y dando órdenes en el ejército, les musitó a los enemigos del vate el criollo de turno.

La chulapa madrileña y el pinolero nicaragüense, se dijeron un día ante la unamuniana ara del pueblo, un te quiero, Rubén; un te adoro, Paquita, y aquello duró toda una corta, pero generosa vida y testigos fueron Valle Inclán, los Machado, Unamuno, Paul Verlaine, Juan Ramón Jiménez, Amado Nervo, Juan Valera, escritores y profetas, y los cuatro hijos que tuvieron. Rubén paseó a Paca por el mundo alante como una princesa, como la mujer de sus sueños, como la verdadera musa de muchos de sus planes e inspiraciones. Paca, la mujer valiente, libre y enamorada, fiel a la vez y dueña de sí misma, escuchó del poeta, «¡Yo te necesito a ti para vivir, Paca!». Paquita y Rubén se adoraban y, aunque en los amoríos él pecó de amante deslucido, ella le aventajó como musa enamorada. Él la fascinó con su palabra, y ella con su entera belleza femenina, y juntos se fusionaron —aunque no pudieran pasar por el altar—, en la pasión que une, indisolubles, la carne y el espíritu.

Rubén, el poeta, presumió de tener a su lado a la más noble y fiel princesa, la mujer sabia y prudente que supo manejar la casa, al estilo más puro de la mujer española, estilo viejo y castizo de nuestras abuelas, porque no eran altos ni seguros los ingresos, aunque sí los caprichos del varón por cuyas venas corría sangre bohemia y modernista y las mismas ansias de libertad que heredaría, del «Príncipe de las Letras», la poesía del siglo XX en los rumbos hispanos.

Paca y Rubén, celebraron con solemne sencillez el rito sagrado que proclama que el amor es más fuerte que la muerte, y más allá de la muerte, resiste el amor. Paca solo tuvo ojos y oídos, labios, corazón, un entero cuerpo y alma entera para él. «Paca fue mi lazarillo, a la que en ocasiones rogué, Francisca Sánchez, ¡acompáñame!». «Quiero beber el amor/ solo en tu boca bermeja./ ¡Oh amada mía!, en el dulce/ tiempo de la primavera».

«¡Paquita, tengo que beber para escribir, sin alcohol no puedo escribir!», le confesaba a su musa tras los delirios etílicos. «¡No puedo, no se me ocurre nada, ayúdame, Paca!». Y, la Marcha Triunfal, salió del atuendo que Paca apañó para matar un día de sequía del poeta. Disfrazada con un mantón de Manila que le había regalado M. Machado, hizo filigranas que le dieron marcha y alas a Rubén.

Tentó por años Rosario conquistar el baúl de su marido, pero jamás él movió un solo dedo por volver a ella. Amenazas lanzó contra él la mujer despechada, y el cielo se confabuló para que Rubén no lograra la libertad, rompiendo sus vínculos matrimoniales con Rosario Murillo. «¡Vivimos en pecado, Rubén!», clamaba la princesa Paca, y él repicaba a diario las aldabas eclesiásticas, pero las puertas nunca se abrieron. Tanto que, por muchos años, biografías del poeta no mencionaron el nombre de Francisca Sánchez, la mujer amada, aunque el clamor popular logró que el poeta fuera enterrado en la catedral de León, en Nicaragua.

Tres grandes libros, nos dejó el hombre —Azul, Prosas Profanas y Cantos de Vida y Esperanza—, y mucho más, y todo ello como oro en paño lo guardó Paquita por años y años que sobrevivió a la muerte de su amado Rubén, en un baúl que a todas partes le acompañaba. Solo al final de sus días, y tras muchas súplicas y promesas decidió dejar su legado en manos seguras y fieles, y con un solo y profundo ruego, «¡cuídenlo!»

Rumbo a Nicaragua, desde el vapor —ya camino de la muerte—, Rubén le gritó a su idolatrada musa: «Tataya, Paquita, princesa, ¡te quiero!», y testimonio dan quienes lo vieron, que Paquita se quebró en un llanto sin consuelo.

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