Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido | Escritor
León

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El pastoreo tradicional se mantuvo durante siglos invariado hasta que un cambio de civilización se lo llevó por delante. Ya no tienen nada que ver con él los cuidados a unos animales ahora recluidos en naves industriales o en recintos acotados en espacios abiertos con dispositivos eléctricos. El recuerdo del viejo pastoreo se tiñe de melancolía en aquellos lugares que vieron sus tierras cubiertas de rebaños ondulantes.

Dentro de Cabrera destacaba La Baña, cuya extensión en tierras y montes superaba las 7.000 hectáreas, la mayor de toda la comarca. La Baña tenía en 1.900 habitantes. Ambos datos deben ponerse en relación, porque semejante extensión le permitía mantener cabras y ovejas, contadas por centenares, así como las vacas para la labranza, pero eso a su vez le facilitaba mantenerse en tal número de habitantes, también el más elevado de Cabrera. Las dos poblaciones, humana y animal, se mantuvieron estables y equilibradas hasta que la emigración mordió la primera y su bajada arrastró a la segunda hacia la desaparición.

Siempre se ha señalado a La Baña como lugar ya tópico, cuna de extrañas leyendas y singulares costumbres. Destaca como más llamativa entre todas la de las ceibas

Siempre se ha señalado a La Baña como lugar ya tópico, cuna de extrañas leyendas y singulares costumbres. Destaca como más llamativa entre todas la de las ceibas, nombre ya mítico para designar ciertas costumbres de sorprendente libertad en las relaciones amorosas entre jóvenes que incluyen un toque ritual ligado al solsticio de verano. Pasa por ser una joya de la antropología, resto perdido de antiguos ritos campesinos de iniciación al amor. Sin embargo, Aragón Escacena, el maestro astorgano que vivió un tiempo en Cabrera, en una larga y enérgica nota al texto de su novela Entre brumas afirma que no hay tal «bárbara costumbre» y que se trata de «un prejuicio que ha llegado hasta a engañar a autores de buena fe», se supone que fascinados por ciertas noticias del lejano mundo campesino, asumidas sin mayor discernimiento. Precisamente la leyenda, aunque ellos no lo supieran, no se explica sin el pastoreo. En efecto, hombres y mujeres, ya desde bien jóvenes, convivían en los montes durante las horas del pastoreo sobre todo en los meses de verano. Ese era también por tanto el tiempo propicio para los escarceos amorosos y no hay que ver ningún rito en lo que eran relaciones normales y costumbres comunes.

Pero esa larga convivencia incluía otro tipo de juegos y actividades, entre ellas la transmisión de cuentos y leyendas. María Vega me contó en cierta ocasión un par de ellas. Según la primera un joven pastor hizo amistad con una culebra; jugaban juntos en el monte y él le daba de comer. El joven marchó del pueblo y estuvo mucho tiempo lejos. Cuando volvió, al pasar por el monte de los juegos, preguntó a los pastores por su amiga. Le dijeron que se había convertido en una serpiente gigantesca, pero él solo quería verla y la llamó. Ella reconoció su voz y acudió rápida al reclamo y en efecto era tan grande que al abrazarlo se lo tragó. La narración de María incluía un detalle insuperable: decía que la marcha del monstruo enamorado levantaba en el aire un ruido de vendaval y que a su paso la hierba se doblaba.

La segunda es un cuento de encantamiento. Los pastores o caminantes que pasaban por aquella montaña, atraídos por sus gritos pidiendo auxilio, veían a lo lejos una mujer muy bella de larga cabellera negra junto a una pequeña laguna. Corrían hacia ella, pero al llegar allí se convertía en una serpiente y ellos entonces huían horrorizados, mientras ella les gritaba en vano que estaba encantada y que solo podía librarse del encanto si le daban tres besos en la boca. Y antes de volver a zambullirse en la laguna, largo rato sonaban sus lamentos. Una vez fue un cazador el que se acercó, incluso depositó los tres besos requeridos en el cañón de su escopeta y se la alargó, pero en el último instante tampoco pudo resistir la tremenda cercanía y salió huyendo. Y después a lo lejos se oía a una mujer llorando.

Había otro tipo de encuentros en territorios concretos y ámbitos propicios lejos de la leyenda. Un hombre volvía andando de Ponferrada un día de verano. Tras atravesar el Morredero bajó por la sierra en dirección a Odollo y desde allí ascendió por el valle de Peña Billosa hasta alcanzar el monte de Trabazos. Ya era tarde cuando llegó a la majada donde las vacas estaban recogidas para la noche. El hombre, que llevaba una maleta y ya iba cansado, no se atrevió a seguir y se detuvo en la choza del pastor. Había una mujer sola, que le ofreció algo de comer. Le dijo de dónde venía, estuvieron hablando largo rato. Después se tendieron para dormir. Y así estaban cuando ella dijo: «¡Ay, Dios mío! Y ahora, si tú fueras malo, ¿qué remedio me quedaba?».

He aquí finalmente esta otra escena de pareja ahora en campo abierto. Él era viudo ya de cierta edad y andaba en busca de nueva compañera. Le echó el ojo a una más joven que él, pero también de edad madura. Estuvo rondándola un tiempo y un día, mientras ambos cuidaban sus rebaños, él se acercó decidido. Y su procedimiento fue explícito: la derribó contra una escoba, diciendo: «Fácesme muita falta».

Campos bucólicos como los de Virgilio eran estos, resonantes de amor, furioso vendaval que dobla tanto la débil carne como la fuerte hierba.

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