Diario de León

TRIBUNA | JESÚS GARCÍA Y GARCÍA

Por qué el crucifijo en las escuelas

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HACE UNOS DÍAS leí en el Diario de León un artículo que me llenó de pena. No recuerdo el nombre del autor y no pretendo polemizar con él. Me entristeció porque, compartiendo con él gran parte de sus ideas, la conclusión que saca me pareció fuera de la lógica. Yo resumiría el artículo así: «El mensaje de Cristo es el mejor que se ha dado a los hombres; pero como no se ha llevado a la práctica, eliminemos hasta los últimos vestigios de él». De sus mismas premisas, con algunas de las cuales no comulgo, se podía sacar la conclusión contraria, que yo considero más lógica: «Si el mensaje de Cristo es el mejor y no se le ha sabido sacar provecho después de 2000 años, quedémonos al menos con lo que de él es más esencial, pues de algo servirá ». Ese Cristo mudo en la pared de las escuelas, puede significar muchas cosas, pero, en esencia lo que para todos significa (hasta para los que sólo ven en él un personaje histórico), es el recuerdo de la esencia del cristianismo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado». Y, dicho desde la cruz donde murió el que las pronunció, lo que hace es ponernos el listón muy alto, porque nos amó hasta morir por nosotros. Cualquier ser humano que hubiera dicho esas palabras merecería una estatua en el centro de cada pueblo.

Otro asunto en el que difiero del autor es en el tema de la independencia del Estado que debe velar para que nadie se vea obligado u ofendido.

Existen muchas formas de gobierno: 1º. Los Estados clericales o integristas, que intentan imponer a todos sus creencias por la fuerza, persiguiendo cualquier manifestación de las otras (recordemos los talibanes). 2º. Los Estados confesionales, que, en su modo de gobierno, favorecen manifiestamente una determinada creencia o religión, pero no prohíben ni persiguen otras. 3º. Los Estados aconfesionales, que en su modo de gobierno se mantienen al margen de todas las religiones, dejando a las súbditos en plena libertad de optar por su preferida, sin entrometerse en el hecho religioso, aunque lo consideren beneficioso para sus ciudadanos y lo apoyen. 4º. Los estados laicos y laicistas, que en su actuación de gobierno, pretenden, en mayor o menor grado, imponer la idea de que la religión es algo ajeno a la vida pública y que debe relegarse al ámbito privado de la conciencia. 5º.- Existen, por fin, los Estados ateos y antirreligiosos que hacen de su gobierno bandera para eliminar por perniciosa la idea de Dios y de Religión.

Por Constitución, España es un estado aconfesional (no laico, como afirma el autor del artículo). Para hacerla laica habría que modificarla, y toda actuación laicista, que pretenda relegar las manifestaciones religiosas al ámbito privado, es contraria a la misma. Que en un Estado aconfesional una determinada religión, goce de algunos «privilegios» no es contra los derechos de las otras, se debe a su historia, a su cultura, a su tradición y al número de sus practicantes o creyentes. El juez que sentencia que el crucifijo debe ser retirado de una escuela, porque así se lo denuncian unos cuantos ciudadanos, ¿se atrevería a prohibir la navidad, con sus luces, árboles, nacimientos y Reyes Magos incluidos, la semana santa con sus procesiones, capas y capillos o las fiestas patronales con todo el folklore y ruido que las adorna, sólo porque algunos ciudadanos se unieran y denunciaran ante él que se sienten ofendidos o molestos por ello?

En el artículo de referencia hay otras muchas ideas que considero desorbitadas y fuera de lugar: Cristo no vino a traer su mensaje en plan revolucionario ni a implantar un nuevo orden por medio de la fuerza («ni reino no es de este mundo», dijo). Por eso todavía está incumplido. «Su Reino» se establece en cada corazón como una pequeña semilla que irá creciendo, si se la cuida, y en cada sociedad, en la medida que vaya siendo aceptada por sus miembros. Sus seguidores instituyeron una iglesia desde los primeros momentos. Si quiere estudiar su funcionamiento interno, verá que desde sus primeros pasos tuvo sus disensiones y problemas.

Los que no nos contentamos con «la fe del carbonero» sino que pretendemos compaginar de alguna manera nuestras creencias con nuestra razón, encontramos muchas dificultades para explicar determinadas actitudes en el desarrollo de esa iglesia o comunidad de comunidades ya antes de la paz de Constantino en el siglo IV (y no digamos después). A mí me sirve esta explicación.

Como toda institución humana, la Iglesia tuvo y tiene su alma, que son sus miembros, su mensaje, su doctrina, sus ritos, sus signos de unión. Pero, para arraigar en el tiempo, precisó de un cuerpo o estructura externo: unos lugares, una jerarquía, unos ministros, un régimen jurídico, unos medios de subsistencia (que su Fundador no precisaba). Ambas partes han evolucionado con el tiempo, pues el mensaje llegó en un ambiente socio-cultural determinado. Es posible que su componente corporal, tan admirable que ha sido capaz de sostenerse durante 2000 años, a pesar de todos (y a veces hasta de sus propios representantes), en algún momento se haya pasado de la raya olvidando su identidad en un intento de convertirse en un organismo de poder. Pero hasta en esos posibles fallos tenemos que ver los creyentes la mano de Dios, pues hubo épocas en que, para subsistir como institución, precisaba una estructura material fuerte, para salvar su esencia espiritual. (Un papa santo, en determinados momentos, acaso hubiera sido menos útil a la causa que un papa político, taimado y algo granuja). Creo que, desde hace tiempo, la evolución de la sociedad la está ayudando a hacer una reflexión interna que la ayude a encontrar su verdadero camino, aunque siga habiendo actuaciones personales criticables.

Por eso soy partidario de una cierta actitud crítica ante esa parte visible y estructural de la Iglesia. Lo que no entiendo es que se pretenda dinamitar desde dentro, (declarándose creyente o admirador del mensaje), esa institución exterior que lo soporta. El hecho de que el mensaje de Jesús de Nazaret haya calado tan poco en las sociedades que se consideran cristianas, demuestra, por un lado, su sublimidad y la limitación humana que Él más que nadie conocía, y, por otro, que nunca se ha impuesto por la fuerza. Ninguna sociedad es más libre que la que tiene historia y fundamentos cristianos.

Pero, por favor, la sola contemplación del Cristo crucificado no estorba para nada la libertad de nadie y, es más, creo que la simple explicación de su significado a los niños, creyentes o no, únicamente puede producir beneficios a su educación. Sólo quien se deja llevar por el odio y el rencor puede sentirse molesto por la presencia de esa imagen.

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