Diario de León

Reflexiones sobre la reciente ley de eutanasia

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Cuando los nazis llegaron al poder en Alemania en 1933 el debate sobre la eutanasia estaba en uno de los momentos más álgido de la historia. Un debate que, con altos y bajos, provenía ya de la Grecia clásica donde había partidarios (por ejemplo Platón) y detractores (Hipócrates) sobre el hecho de legitimar que los médicos pudieran ayudar a morir a pacientes con enfermedades incurables.

En 1920 un prestigioso jurista alemán, Karl Binding, y un psiquiatra, Alfred Erich Hoche, publicaron un pequeño libro donde, desde sus respectivas especialidades, defendían autorizar la eutanasia en aquellas personas que soportaran una lebensunwertes Leben, es decir, una vida indigna de ser vivida.

Unos meses después de haber llegado al poder, los nazis aprobaron una ley que permitía la esterilización forzosa de todos los alemanes y alemanas portadores de enfermedades de transmisión hereditaria. Más de trescientas mil personas fueron conducidas a los quirófanos, la mayor parte llevadas por la policía, para que los cirujanos de turno les privaran de su capacidad biológica de procrear.

En el congreso del partido nazi celebrado en Núremberg en 1935, el doctor Gerhard Wagner, presidente del Colegio de Médicos de Alemania, en una entrevista con Hitler le exhortó a dar un paso más en su política de purificación racial y aprobar una ley de eutanasia. La respuesta de Hitler fue que esa delicada cuestión solo se la plantearía en caso de que estallase la guerra, ya que el pueblo alemán estaría más pendiente de la evolución de las hostilidades que de los enfermos incurables. No obstante, diversos grupos profesionales empezaron a diseñar borradores de cómo debería ser una ley de eutanasia en el Tercer Reich. Al menos se conocen tres de esos proyectos pero, al final, Hitler decidió autorizar personalmente la matanza de los enfermos incurables como un secreto de Estado. En aquella época los enfermos crónicos e incurables eran los que se hallaban hacinados en los manicomios del país. Las primeras cámaras de gas de la Alemania nazi se instalaron en seis de ellos con fines eutanásicos.

Los planes de los nazis de ejecutar un programa de eutanasia forzosa, al que le pusieron el nombre secreto de Aktion T4, engañando a pacientes y a sus familiares, fracasaron por el simple hecho de que no es posible matar a decenas de miles de pacientes crónicos aparentando que morían de muerte natural, a pesar de estar en medio de la más atroz de las guerras. La respuesta enérgica de representantes de la Iglesia católica (el obispo de Münster, C. A. Von Galen) y evangelista (el obispo de Württenberg, Th. Wurm) así como de militantes del propio partido nazi y de ciudadanos anónimos obligaron a Hitler a paralizar la matanza de los enfermos. Hoy se sabe, sin embargo, que cerca de doscientos mil pacientes fueron víctimas de esta masacre en Alemania y Austria y otros cien mil en los países ocupados, sobre todo en Polonia, Francia y Rusia. En la Holanda ocupada, al contrario de lo que ocurrió en Francia, los médicos se opusieron a poner en práctica la concepción hitleriana de la eutanasia y esta es una de las razones por la que este país, años después, ha sido el primero de Europa en despenalizar la eutanasia en determinados supuestos clínicos. La diferencia fundamental entre la eutanasia nazi y la holandesa es que la primera emana exclusivamente de la voluntad de Hitler mientras que la segunda surge del pueblo holandés y de sus representantes en el parlamento nacional.

Ahora España se ha sumado a los pocos países que han despenalizado la eutanasia activa y voluntaria y el suicidio médicamente asistido. No cabe duda de que es un paso importante en la dirección de ampliar los derechos individuales pero hay dos aspectos que a mí me llaman la atención.

El primero es el momento elegido para aprobar esta ley. Se suele decir que una vida digna debería tener como colofón una muerte también digna que respete la libertad, las creencias y los valores de la persona afectada por una enfermedad incurable. Pues bien, en uno de los momentos históricos en el que, debido a la covid-19, estamos llevando una vida llena de restricciones e indignidades para frenar la expansión del virus y con decenas de miles de muertos en situaciones dramáticas, es cuando al gobierno y al parlamento se le ocurre aprobar una ley de eutanasia. Ha habido otras épocas en las que el clamor popular era mucho mayor, recordemos el caso de Ramón Sampedro o el del hospital de Leganés por citar solo dos, algo que evidencia la desconexión que, a veces, existe entre la ciudadanía y el parlamento. Posiblemente nuestros parlamentarios han querido transmitirnos que han hecho una gestión deplorable de la pandemia, pero que, para nuestro consuelo, tenemos una ley que despenaliza la eutanasia.

El segundo elemento a resaltar es que vivimos una época en la que la calidad de la asistencia sanitaria está bajo mínimos y en la que, antes de aprobar una ley que despenalice la eutanasia se debería haber dado luz verde a una ley de Cuidados Paliativos para que los enfermos terminales reciban una asistencia integral adaptada a su situación clínica. Asimismo, desde hace tiempo se viene demandando un Plan Nacional para la Prevención del Suicidio y de las Conductas Suicidas. Por supuesto que el suicidio es una cuestión demasiado compleja y su prevención resulta problemática, pero también es cierto que eso no justifica que no se emprendan acciones para disminuir la escandalosa cifra de cerca de cuatro mil suicidios consumados cada año en nuestro país y más de cuarenta mil suicidios frustrados que requieren, a veces, largos ingresos hospitalarios.

Lo dicho, la calidad de la asistencia sanitaria está bajo mínimos, los cuidados paliativos son manifiestamente mejorables, sobre el suicidio existe un manto de silencio, pero tenemos ya una ley que despenaliza la eutanasia. Todo augura a que su puesta en práctica va a ser problemática por la objeción de conciencia de muchos médicos y por la oposición de las comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular. Veremos qué recorrido tiene.

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