Diario de León
Publicado por
Arturo Pereira
León

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Que la historia es cíclica, o que no hay nada nuevo bajo el sol, parecen ser realidades cada vez más evidentes. Los códigos de conducta de antaño, se nos revelan como necesarios ahora que hay que tomar decisiones de las de verdad, en las que no cabe esconderse porque sus consecuencias son de un gran calado. Llevamos décadas intentando deshacernos de principios y valores que considerábamos obsoletos. La relativización de todo, el todo vale, y lo antiguo asemejado a caduco, se pusieron de moda, y una vida llena de confort, carente de un horizonte más allá de lo inmediato se impuso como modelo de vida.

Recientemente hemos descubierto que no somos tan magníficos como nos creíamos, que sí nos importa morirnos o estar enfermos, el sufrir, o simplemente nos hemos dado de bruces con una realidad que a modo de bofetada nos ha sacado de ese mundo onírico que adoptamos como verdad vital. Pues esta nueva realidad requiere de valores que se desdeñaron por caducos o falta de modernidad. Entre ellos destaca uno que ha sido denigrado, aborrecido y repudiado por todos aquellos que entendían que solo importaban ellos mismos y sus intereses. Me estoy refiriendo al valor, al concepto de disciplina.

Mal entendida y mucho más incomprendida, el término disciplina se intentó borrar del vocabulario de las mentes más pretendidamente lúcidas de nuestra sociedad. Era un atraso referirse a la disciplina como algo positivo. Se asociaba a los perversos militares, que pretendían a través de tamaña pérfida conspiración inyectar una mínima dosis de este concepto maligno para nuestra inmaculada personalidad.

Al contrario, la disciplina implica respeto y solidaridad. La disciplina comienza por la autodisciplina. No significa más que autolimitarse cuando lo que está en juego es el bien común. Supone hacer aquello que es contrario a nuestros egoísmos, a nuestra avaricia y frenarnos cuando nos apetece hacer algo instintivo perjudicial para los demás. Se ha asociado siempre a los ejércitos; es cierto porque un ejército no sobrevive sin disciplina. Por ello, lo primero que te enseñan cuando sirves en el ejército no es a obedecer, sino a pensar. Pensar que eres parte de un colectivo dónde todos dependen de todos y dónde lo que importa es el objetivo común. Por eso todos visten igual, a todos se les trata por igual y todos marcan el mismo paso.

Una formación militar es un ejemplo claro de cooperación, corresponsabilidad y solidaridad. Todo ello es imposible sin disciplina. Un soldado, independientemente de su rango es una persona autodisciplinada, ha interiorizado que es clave para el grupo y por lo tanto es un activo vital. El grupo pone en valor al individuo, por eso los vínculos de hermandad entre los militares son tan estrechos.

Disciplina y jerarquía no se contradicen. El mando tiene capacidad para exigir el perfecto cumplimiento de la misión y su legitimidad tiene su origen en la ejemplaridad. Debe ser el primero en exigirse disciplina, autodisciplina con todo lo que ello conlleva. A nadie se le ocurre pensar que un desfile militar cada uno lleve el paso que se le apetezca en cada momento, simplemente ni se plantea, al contrario, cada soldado al toque de corneta ya sabe instintivamente lo que tiene que hacer.

Traslademos estas reflexiones al momento actual. Imaginemos por un momento que nuestra sociedad es mínimamente disciplinada, por lo tanto solidaria, y fundamentalmente respetuosa. Sí, porque disciplina implica respeto que es lo que nos hace falta y mucho en estos momentos. Respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás, hacia los más débiles. Seguramente muchos de los problemas que nos acosan, simplemente, no existirían.

La disciplina es ajena a los eufemismos, por eso es práctica y eficiente. Esto supone llamar a las cosas por su nombre, y cuando alguien no es disciplinado y con ello falta al respeto a los demás, hay que ponerlo en su sitio y ejercer el mando de forma eficiente. A veces, en la vida hay que dejar de torear con el capote y poner banderillas, a pecho descubierto. En estos momentos en los que nos estamos jugando la vida de muchas personas, algo habrá que hacer con los insolidarios recurrentes, los que organizan fiestas para contagiarse, lo que ocultan que están infectados o simplemente mienten. Una propuesta: tres meses de mili para ellos.

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