Diario de León
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Decía en un anterior artículo que el pueblo, después de depositar su voto en las urnas, quedaba al albur de los políticos, quienes procedían enseguida a poner en funcionamiento la «erótica del poder» (del suyo, no precisamente el del pueblo) y que éste, aunque se daba cuenta de la trapisonda, se quedaba lelo, sin reaccionar. El hecho, repetido sistemáticamente, y por tanto predecible, da pie a hacer una serie de consideraciones sobre el grado de connivencia o de manipulación entre el votante y el político. Un ilustre académico de la Lengua Española, y que no tiene pelos en la lengua, se atrevió a afirmar: «Somos un país de golfos y de gilipollas». En su declaración no cuantificaba las proporciones entre ambos, aunque apuntaba a una cantidad muy superior de los segundos sobre los primeros. Y en el caso de los políticos la proporción es, creo yo, sensiblemente superior la de los primeros sobre los segundos. Es muy posible que la mayoría tengamos algo de las dos cosas, pero una cosa es tener algo, e incluso bastante, y otra es «ser», que eso estructura y define a la persona. Yo, al menos, me resisto a no tener en cuenta otras capacidades y virtudes del pueblo español, que las tiene y las ha demostrado sobradamente. Es evidente que actualmente (quizás lo haya estado siempre, aunque me resisto a pensar que pasará lo mismo en el futuro) el pueblo está sometido a los políticos y no a la inversa como supuestamente proclama el sistema democrático. Queda por ver si se trata de una sumisión por engaño, manipulación, imposición, etcétera, o se trata más bien del resultado de actitudes pasivas, acomodaticias, con cobardía incluida y salpicada de golfería y gilipollez en mayor o menor grado, lo cual apunta a una connivencia silente con el político o a un alelamiento generalizado del personal frente al mismo. Lo cierto es que la situación viene repitiéndose cada cuatro años y ya parece haberse establecido como norma de convivencia, con sufrimiento de la mayor parte, y cabreo inútil, incluido el desfogue escatológico, del resto.

Decía, también, en un artículo anterior que el político «de raza» conoce desde pequeño que al pueblo se le engaña con facilidad porque él, que es del pueblo, conoce bien sus puntos débiles, sus pasiones, sus referencias histórico- socioculturales, incluidas las atávicas de sumisión, etcétera. Cuando menciono esto, siempre me acuerdo de la fábula del hacha y el bosque que moría porque aquélla le iba talando los árboles, los cuales seguían votándola ya que los había convencido de que era uno de los suyos al tener el mango de madera.

También me viene a la memoria aquel refrán viejuno y desfasado según el cual «quien lejos va a casar, o va engañado o va a engañar», que aplicado al político quedaría así: quien se mete en política, o va engañado o va a engañar. El primero porque no sabe muy bien dónde se mete, y el segundo porque lo sabe muy bien. Entre medias, seguro que algunos se salvan. Sea como fuere, lo cierto es que el pueblo acaba siendo cautivo de los partidos políticos, de todos, que se convierten sino «de jure», sí «de facto» en el poder mandar, prácticamente, a su antojo y conveniencia. Creo que ya va siendo hora de plantearse el problema de forma distinta, porque potencial y agallas no nos faltan. Es seguro que hay mucha pedagogía por hacer, incluido el conocimiento de nuestra verdadera y auténtica historia de convivencia, de valores compartidos, de encuentros y desencuentros, de mitos y de ilusiones, de creencias y proyectos comunes. Será necesario y prioritario aprender a distinguir al líder con auténtico interés y dedicación al bien común, del felón narcisista y trafullero de turno. Es seguro que la sociedad, el pueblo necesita de sociólogos, pedagogos, filósofos, politólogos, psicólogos y demás intelectuales. etcétera, veraces y honestos para, con su sapiencia, procurar una toma de conciencia comunitaria que se traduciría en una participación y un control del llamado poder político. Llevará tiempo, pero creo que merecerá la pena. Es más, si eso no se hace, si persistimos anclados o refugiados en el individualismo que tanto dificulta la cohesión del grupo, seguirán «los golfos» mandando y dominando al pueblo «gilipollas» que seguirá alelado, obediente, sumiso (acaso protestando y ladrando a la luna), pero víctima y culpable a la vez.

No estoy en contra de la política, ni mucho menos de la necesidad social de la existencia de líderes honestos y comprometidos. De los que estoy en contra es de la golfería y gilipollez de aquellos políticos (que no de todos ellos) que abusan de la mayoría de sus conciudadanos

Si el personal espera que el sistema establecido vaya corrigiendo por sí mismo el carajal cristalizado que hace que la Justicia y la Ley sufran atropellos precisamente por aquellos que deberían estar sometidas a ellas, es que el grado de gilipollez del pueblo es francamente preocupante. No conviene olvidar lo que advertía Cervantes en una de su Novelas ejemplares: «La costumbre del vicio se convierte en naturaleza»; y también advertía que «los sucesos nuevos hacen olvidar los pasados».

Vaya por delante que no estoy en contra de la política, ni mucho menos de la necesidad social de la existencia de líderes honestos y comprometidos. De lo que estoy en contra es de la golfería y gilipollez de aquellos políticos (que no de todos ellos) que abusan de la mayoría de sus conciudadanos. Convendría, ya lo apuntaba más arriba, poner en valor la pedagogía de la verdad, desenmascarar las falsas promesas, superar el maniqueísmo y las engañosas, por falsas, posiciones de pretender ser los únicos portaestandartes de lo bueno, lo auténtico, lo necesario por y para el pueblo. A estas alturas, en el contexto y desarrollo cultural de España, pretender que el pueblo sea un rebaño bovino desperdigado, domesticado y manipulado por el caporal de turno, es no entender nada. El pueblo, los pueblos de España podrán llevar adherido a sus genes mucha golfería y gilipollez, según la visión del Académico Pérez Reverte, pero también tienen, además de envidia, picaresca y mala leche, mucha ansia de libertad, orgullo y valentía. El pueblo está aguantando demasiado, al margen del alelamiento, y puede revolverse en cualquier momento; y me temo que de forma indeseable.

Por eso, me parece a mí, que es necesario apoyar y potenciar cuantas formas de denuncia y manifestación existan contra el atropello de los políticos «golfos» y prevaricadores, y especialmente adherirse y comprometerse con la llamada plataforma cívica, despolitizada, simplemente siendo la expresión del sentimiento y del deseo del pueblo que pretende jugar un papel importante en el llamado sistema social y político democrático. Las manifestaciones han de ser masivas, reiteradas, persistentes. El apoyo deberá ser sin fisuras a la Constitución, como Ley de leyes que es, a la separación auténtica e independiente de los Poderes legislativo, judicial y ejecutivo, etcétera, así como la exigencia del cumplimiento real y auténtico de las promesas electorales que fueron las que decidieron los españoles con su voto en las urnas. No es de recibo, por muy «legal» que se pueda defender, la unión de dos o más partidos políticos que se unen para gobernar, pero llevando en sus respectivos programas electorales, y en su intención manifiesta y demostrada, propuestas formales y prioritarias antagónicas entre sí, tal como ha ocurrido en la actualidad. Eso es, simple y llanamente, un engaño. Ojalá dejemos de ser, o al menos reduzcamos nuestra dosis de «golfería y gilipollez», y así seremos menos víctimas y culpables del desatino histórico actual. 

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