Diario de León
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AYER volví a creer en los milagros. Leía la historia de Cecilia Evouna, y me saltaban las lágrimas de emoción. Ustedes dirán que soy de lágrima fácil, pero nada más lejos de la realidad. Todo el que ha trabajado en un periódico en el turno de noche sabe que cuando se va de la redacción, no es el último en salir. La última edición se está cargando en los camiones. Las manos huelen a tinta fresca y la cabeza suele pesar bastante. Y sin embargo, al irse, uno se despide de ellas. Suelen ser mujeres, casi siempre inmigrantes. Llevan un uniforme verde o azul, y suelen sonreírte al pasar, aunque les pises lo fregado. Hay algunos compañeros, estirados y gilipollas, que pasan de largo sin saludarlas. En mi lista personal, esos memos (que suelen ser los mismos que en los bares no piden las cosas por favor) pierden todos los puntos inmediatamente. Sonríen, cobran una mierda y sueñan. Cuando todo el mundo duerme y ellas empuñan la escoba y el recogedor. Sus sueños tienen los ojos muy abiertos, mucho más que los nuestros, tal vez porque han visto las dos caras de la moneda, y por eso son más felices en lo que hacen. Una de estas soñadoras se llama Cecilia Evouna. Trabaja en El Periódico de Cataluña, y la semana pasada sus compañeros le publicaron una carta a los Reyes Magos. Cecilia no pedía nada para ella. Pedía un poco de atención para unos niños invidentes de su país natal, Camerún. Niños que son descartados como inservibles nada más nacer. En un mundo con miles de causas por las que luchar, ésta se me antoja más noble que muchas otras. No es Bono quien me habla de niños ciegos. Es una mujer de sueños limpios. Y ante los miles de respuestas que ha recibido en unas horas, Cecilia respondió que se sentía grande, «muy grande, muy importante». Y lo eres, Cecilia.

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