Diario de León

Un tímido aplauso para despedir a Trump

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Eran apenas las 8 de la mañana en Kansas City, cuando el todavía presidente de los Estados Unidos volaba en helicóptero, desde Washington hacia la base de Andrew. Estaba amaneciendo, y el cielo se arrebolaba de nubes multicolores. En la pantalla de la televisión, el pájaro volaba a poca altura, y se veía su silueta, de pronto en el horizonte, de pronto casi al alcance de la mano. Un grupito de personas, como una pequeña familia, esperaba la llegada del ser querido, el misterioso abuelo que se embarcaba en una nueva aventura sin rumbo ni destino fijos.

El helicóptero tomó tierra y de él se bajó el presidente acompañado de su esposa. Uno de los cámaras que cubrían el evento, ubicado detrás del grupo, enfocó a algunos familiares y, en aquel momento, tímidamente, un hombre conocido inició un aplauso, desistiendo de inmediato, porque sus cuatro palmadas solo tuvieron eco en el vacío. A la altura de sus rodillas, alguien levantó la cabeza. Era un niño cubierto con su máscara protectora. Por los gestos que los jóvenes hicieron, deduje que era su hijo, un nieto de Trump.

El 45 presidente de Norteamérica, por voluntad propia —cosa que algunos llaman capricho—, se desentendió de sus obligaciones y se negó a entregar el poder a su contrincante y ganador en las elecciones. La rabieta y la consiguiente pataleta no han alterado la paz ni la seguridad mundial. Aunque, si el 11 de septiembre de hace veinte años, fue el día de la infamia nacional, este 6 de enero del 2021 pasará a la historia como el día de la vergüenza nacional. La máxima autoridad de este país, puso en peligro lo que, por más de doscientos años, se había tenido como el valor supremo y el orgullo de la nación americana: la democracia y el respeto a sus reglas, de acuerdo a los cánones prestados por la revolución francesa.

Biden deberá promover de nuevo la diversidad, apoyar la lucha contra el cambio climático, derrotar el terrorismo doméstico, tomar medidas urgentes para luchar contra la pandemia

Alguien que perdió las elecciones, se atrevió a cuestionar a su contrincante, exigiéndoles a los presidentes de mesa, y a algunos gobernadores que cambiaran los resultados de las urnas, burlándose así de la voluntad de este pueblo, que por dos siglos ha considerado la democracia y sus postulados como una manera digna de vivir. ¿Cómo alguien que sabe que perdió los comicios nacionales puede pedirle a su propio vicepresidente que cambie los resultados de los votos para que él, Donald Trump, se convierta en el ganador? Aquí hay algo serio que no funciona.

El mozo de pueblo, arrogante, chulo y prepotente, se sube por encima de la manada para decir, aquí mando yo, y se va a hacer lo que yo quiero. Trump, con sus malas artes (como un simple agitador, pero no arengando a su coro de ángeles de las elecciones, sino prendiendo fuego a la turba descontrolada), ha hecho creer a millones de norteamericanos que en realidad él ha sido el vencedor. El ciego que no quería ver, estuvo guiando a otros ciegos. Es el mítico Ave Fénix, que espera volver a resurgir de sus propias cenizas.

La herencia de Trump, es un país dividido, frustrado, amargo, un covid-19 que se ha llevado a más de cuatrocientos mil hermanos, una economía en crisis. Biden deberá promover de nuevo la diversidad, apoyar la lucha contra el cambio climático, derrotar el terrorismo doméstico, tomar medidas urgentes para luchar contra la pandemia, así como afrontar los serios y crónicos problemas del cuidado de la salud y el seguro social que, por decenios, ha exigido el pueblo norteamericano.

Tareas de todos. Por eso, el nuevo presidente habló de unidad, porque «la unidad es el camino para avanzar, no son horas de división, sino de unificación». «Se abre un nuevo tiempo en nuestra historia y en el mundo».

Trump, por su parte, y de momento, se lleva consigo un cabreo morrocotudo, dos condecoraciones por «malos comportamientos», y la gloria de haber enfocado, dirigido y orquestado la bochornosa e histórica toma, por asalto, al Capitolio de Washington.

No puedo acabar este artículo, sin sacarme una espina del alma. Semanas pasadas una corresponsal española —todavía en los momentos de bravuconadas de Trump—, dijo en una de sus crónicas para la audiencia de habla española que, «A Trump, es mejor tenerlo de amigo que de enemigo». Señora, ¿de verdad que supo usted lo que dijo? No puedo creer que fuera a decir a los más de 300 millones de personas que la escuchamos en español que, a los tiranos, a los maltratadores, a los terroristas, a los capos de la droga (y un largo etcétera), debamos tenerlos por amigos, o lo que es lo mismo, dejar que nos pateen, nos asalten, nos arrebaten la libertad, nos arruinen la vida.

Tenerlos por amigos, ¿por su dinero, por su poder, por su pasado, por su arte de repartir patadas, puñetazos, tiros? Usted no sabe lo que dice, porque si en verdad lo supiera —supongo—, no lo hubiera dicho. Trump pasó de tirar bombas, de cortar derechos a los pobres, de levantar un muro a los sin techo, de agrandar el terrible muro que existe entre la sociedad norteamericana, un muro de terror que tuvo su eclosión en la toma del propio Capitolio, dividiendo aún más al país. Por todo eso, ¿acaso debamos temerlo y, menos, tenerlo como amigo?

Hoy, una gran mayoría del pueblo norteamericano ha vuelto a recuperar su sonrisa, y a sentir que se ha quitado un gran peso de encima. No es aventurado asegurar que los pobres no le van a llorar por su partida. Si ni el propio hijo supo hoy darle un aplauso cerrado en la base Andrew, yo espero que el nieto, no le recuerde como al mejor de los presidentes de los Estados Unidos, pero sea capaz, eso sí, de celebrar las futuras fiestas de Acción de Gracias en compañía de los niños centroamericanos a los que su abuelo les dejó sin alas para volar.

«Que tu nuevo sueño, niño americano (del norte, del centro y del sur del continente), brille más que tus viejos miedos», y el futuro sean tiempos de paz, justicia y fraterna solidaridad para el mundo entero.

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