Diario de León

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La vida no puede permanecer quieta, el mundo tampoco, aunque a un nivel profundo, dicen algunos filósofos, nada cambia, todo permanece en un silencio sideral; de dónde, pienso, nació la experiencia y la invención de lo sagrado, en sus diferentes modalidades. Sin embargo, a pesar de esta aparente y constante alteración vital, cómo nos resistimos a las transformaciones, amparados en viejas creencias o tradiciones, por la desconfianza que genera toda modificación en tanto símil de lo desconocido. Pero si los cambios son necesarios e inevitables, como consecuencia del dinamismo que fluye entre los diferentes componentes de cualquier sistema, entonces deberíamos ser más permeables a los sucesos que nos rodean, facilitando así nuestra adaptación activa a todo aquello que, como consecuencia del empuje de la vida, tiende a irrumpir en nuestra existencia. Por otra parte, si nos atenemos a los hechos, muchos han sido los inventos y las adaptaciones de los seres humanos, de todo tipo (clima, hábitat, desastres naturales…), demostrando sistemáticamente un especial ingenio y habilidad frente a la adversidad, entonces, ¿por qué no habríamos de ser más optimistas frente a los retos y acontecimientos que se avecinan?

No obstante, creo que algo ha cambiado sustancialmente con respecto al mundo tradicional de nuestros ancestros, fuente ahora de todo tipo de incertidumbres, tanto en el sujeto como en el objeto que promete la satisfacción del deseo. De ahí que, en la actualidad, no dejen de anunciarse voces contradictorias acerca de los efectos del cambio de paradigma tecnológico que nos asola, invitándonos a reflexionar acerca de la mutación subjetiva que entraña el encuentro con un objeto en el que se ha perdido la dimensión del ideal. Una mutación además, creada por nosotros mismos, convertida en tsunami económico, político y social, de consecuencias imprevisibles, una vez que decidimos, con nuestra creencias hipermodernas y el amparo de la técnica, en suplantar definitivamente a los dioses por los egos humanos, convirtiendo en dogma de fe esa idea «feliz» de que todo es posible en la tierra y para todos. Resulta potente la frase que subyace en algunos textos acerca del «hombre-dios convertido en un ser capaz de crear como de destruir». Es la temible hybris del mundo griego o la maldita soberbia del cristianismo; esa creencia en el Goce del Otro a la que alude el fantasma, precisamente, en la experiencia psicoanalítica.

Ahora bien, si nos remitimos a los grandes acontecimientos que cambiaron el curso de la humanidad (el fuego, la aparición del lenguaje, la recolección y domesticación de animales, el pasaje del mythos al logos o incluso el inicio de la Modernidad, de la mano de los filósofos racionalistas), ninguno de estos gozaron de esta supuesta capacidad de poder que la técnica y la ciencia actuales otorgan a la humanidad, en tanto que el hombre de antaño no podía ser concebido sin la naturaleza ni los dioses, aunque éste fuera más tarde único. En este sentido, todas las tradiciones y rituales que amparaban y cimentaban los vínculos humanos hasta hace bien poco, estaban permeabilizadas por esa fuente de lo sagrado, que ahora, de manera vertiginosa, ha sido eclipsada en favor del objeto, el puro goce y el ansia de poder; lo cual impone todo un marco bien distinto de lo acaecido hasta la segunda guerra mundial.

Podríamos plantear, que el siglo XX, y lo que conocemos del XXI, deben de ser considerados como el experimento de mayor calado social y cultural de la historia humana, gracias a la ciencia, la técnica y el empuje del capital

De tal modo que podríamos plantear, que el siglo XX, y lo que conocemos del XXI, deben de ser considerados como el experimento de mayor calado social y cultural de la historia humana, gracias a la ciencia, la técnica y el empuje del capital. Y cuando aludo a la expresión «experimento», quiero decir sin garantía alguna, en tanto que no existe un referente previo, que era, justamente, el que siempre había legado la tradición. El rechazo y la negación de cualquier valor o hálito tradicional, es tan evidente ahora, que es como si quisiéramos empezar desde el principio. Dicho de otro modo: el vértigo que asola en la humanidad y que resulta tan difícil de calmar en la actualidad, es la consecuencia de un salto sociocultural al vacío, sin precedentes en nuestra historia, cuya orientación y modulación están regidas por la técnica y sus objetos, y un confuso progreso global que ha ido dinamitando todos los recursos del planeta, las relaciones familiares y sociales conocidas, o las identidades y modelos de goce más convencionales, así como la «alta cultura», de una manera inimaginable hasta hace pocas décadas. Tal vez sea éste nuestro verdadero problema: la incapacidad para afrontar todos estos cambios subjetivos sin la instrumentalización necesaria de lo previamente existido. Porque, ¿cómo continuar la andadura si nada del pasado es capaz de servir de apoyo? ¿Habrá que inventarse todo desde una nada que ya no emite palabras ni directrices, una vez que los dioses se han alejado de nuestro lado para gozar ellos también a solas con su ocio?

Así que, sin referentes y sujetados parcamente a un mundo de simulacro en el que los semblantes, las ficciones y las mentiras comandan sobre cualquier otro tipo de ideal, lo cierto es que la fragilidad de la condición humana, de siempre, parece encontrarse en este momento, en una encrucijada claramente inédita, de la que no parece que tengamos ninguna respuesta convincente acerca de nuestro porvenir.

Luego el acontecimiento y las consecuencias de la pandemia son algo más que una simple infección o una de las muchas enfermedades que nos han asaltado, por más que haya sensibilizado, azotado y diezmado a multitud de personas. El Covid-19 ha mostrado nuevamente sin precedentes nuestra vulnerabilidad y la pura fantasmagoría en la que creía gobernar todo nuestro reino de poder, además, de sacar a la luz, que nuestros sueños de dioses y de promesas eternas, no son más que quimeras de una humanidad que ha destruido demasiadas cosas valiosas sin reemplazarlas por entes de valor y compromiso humanos.

Ante esta coyuntura creo que la lección que convendría aprender para legarla a nuestros hijos, quienes los tengan, y si no a la humanidad, sería hacer de la inconsistente condición humana, el deseo de vida y la imposibilidad serena, el impulso para un nuevo amor.

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