Diario de León

Tumbas en las cunetas: las razones de la sinrazón

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En esos días grises del otoño, cuando a la memoria regresan los que definitivamente se fueron, los cementerios se cubren de flores, lágrimas y rezos. Reconozco y respeto el sentimiento de los que ayer, con miedo, hoy con orgullo, van a las cunetas, a los cruces de caminos, a las tapias exteriores de los cementerios para recordar, llorar y pedir unas honras fúnebres para los suyos.

Eran tiempos aquellos en que, pocas cosas hacía falta hacer, por cualquiera de los dos bandos, para que se señalara a una persona como fascista o como rojo: Un saludo, brazo derecho alzado y mano extendida; brazo izquierdo en alto y puño cerrado, desavenencias entre vecinos, pronunciar o acudir a un mitin, leer Mundo Obrero, dar vivas a uno u otro bando, una blasfemia, un escapulario, tener parentesco con, o simpatía por alguien señalado, eran objeto de delaciones, y situaban a las personas en un bando o en el otro, y eso era suficiente para condenarlas a la pena capital del ‘paseo’ o de la checa. Muchas personas, devotas o ateas, conservadoras o liberales, avanzadas o retrógradas, fueron objeto de juicios —cuando los hubo—, y escondidos ajusticiamientos al amanecer.

Sin ser testigo —porque no había nacido— de tan tristes acontecimientos, sí quiero dar breves detalles de los familiares de algunos de los desaparecidos. A los finados yo no llegué a conocerlos, pero sí tengo referencias de aquellos días aciagos cuando cualquier atisbo podía ser motivo de condena a muerte sin jueces ni testigos. Siempre recuerdo las referencias de mi madre acerca de los conocidos como los Sotos —Filomena y José—, y de las demandas de mi madre, dirigidas a mi padre, cuando aquella madrugada del 17 de noviembre los «pasearon». Invocaron ellos, desde el camión donde iban, la ayuda de mi padre, por cuasi pariente y vecino. «Nada se pudo hacer». «Eran tiempos difíciles», respondía siempre mi padre. «Las órdenes, la camioneta y los camaradas venían de Ponferrada», escuchaba yo, veinte años después, las palabras de mi padre.

Es fácil tomar partido y enamorarse con los postulados de una revolución —del signo que sea—, aunque después, los efectos, no casen con los juveniles sueños amorosos

El matrimonio, de profesión quincalleros, se había aposentado en Congosto. Tenían dos hijos: Antonio y Consuelo. Ella se casó, ya antes de la guerra, con Melchor, un hermano de mi padre y, muy pronto, partieron para la Argentina. Antonio, tras la muerte de sus padres, temiendo por su propia vida, se fue del pueblo y por un tiempo anduvo escondido en los montes cercanos. Aconsejado y ayudado por personas del pueblo que bien le querían, le facilitaron papeles y dinero para que viajara y se alistara en la Legión Española, donde nadie pedía antecedentes ni preguntaba por cuestiones políticas. Allí, llegó a ser, compostor de huesos y practicante.

Cuando regresó a Congosto, él se convirtió en un hombre servicial: ponía inyecciones, daba sabios consejos de salud, componía roturas y dislocaciones. Tuvo una carnicería y una pescadería que llevaba con su esposa Evangelina, oriunda de Bárcena, con la que no tuvo descendencia. Cuando ella murió, una de mis primeras imágenes de niño fue ver cómo Antonio la sacaba en brazos de un «coche de punto», negro, que la traía ya muerta del hospital de Ponferrada.

Antonio era un vecino cercano, respetuoso y cordial. Buen conversador él, siempre asiduo a los corrillos en las Alcantarillas, camino ya de Cobrana. Con el matrimonio, vivió un sobrino de ella, llamado Aurelio que, poco tiempo después de morir su tía, se regresó a su pueblo. Cuando yo, como estudiante, venía de vacaciones a Congosto, Antonio siempre se mostraba atento y se interesaba por uno, pero nunca jamás mencionaba su pasado. Hace algunos años, desde Argentina, vinieron unos primos, nietos de Melchor y Consuelo. Querían ver las casas de su abuelo y abuela, pero apenas se relacionaron con la gente del pueblo, creo, en parte heridos, por los sucesos ocurridos a sus bisabuelos.

Con la última página de mi novela Españolito que vienes… , pongo fin a esta reflexión sobre uno de aquellos muchos días que la tierra se cobró sangre fraterna como tributo a tanta ceguera y odio como se había originado en la familia española, y el silencio comenzó a levantar barreras. Porque, «esto no se dice», «de eso no se habla», se escuchaba por doquier, y es que había miedo, mucho miedo, un miedo tan pegajoso que al día de hoy no se ha desprendido del todo. Los amargos recuerdos siguen dentro de muchos compatriotas, porque ‘la verdad de los hechos no ha sido expuesta a la luz del día que todo lo sana», para aprender del pasado, y construir sin odio ni rencor, pero con perdón y sin olvido, un futuro mejor.

Es fácil tomar partido y enamorarse con los postulados de una revolución —del signo que sea—, aunque después, los efectos, no casen con los juveniles sueños amorosos. ¿Estaba Europa preparada, en la primera mitad del siglo pasado, para acometer una revolución liberadora? Dos movimientos opuestos se disputaban la hegemonía, no ya del continente, sino del mundo: el comunismo con su grito redentor, ¡proletarios del mundo, uníos!, o el fascismo, con su grito estremecedor, ¡somos una raza superior!

También España se vio atenazada por las dos filosofías. Pocos años bastaron, para que, unos primero y los otros después, desengañados de tanta euforia y ahítos de sangre, rompieran con todo aquello que solo fueron sueños y un amargo despertar. Las dictaduras del siglo pasado —como no podía ser de otra manera—, quebraron las utopías, y acabaron en tristes y penosas distopías.

Señor Fidalgo, si quiere un consejo, no busque en Congosto noticias de «esos tiempos», porque —haber haylas—, pero no las va a encontrar, porque, todavía, después de 85 años, la vergüenza de la sangre derramada en sacas y paseos, en el corredor de la casa familiar, en la curva de la muerte de Magaz, en las tapias de los cementerios, salpicó a los caínes de ambos bandos, y un miedo irracional, sigue solapado, pegado a la piel de las familias, tan difícil de olvidar como los malos recuerdos.

En mi corazón, se hacen acreedoras a este epitafio todas las víctimas —¡todas sin exclusión!—, de nuestra incivil guerra fraterna. A todos los que:

Ajenos a media España,

de la otra media, deudos,

serán siempre recordados

por familiares dolientes,

y por leales compañeros.

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