Diario de León

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Situado en el Alto Bierzo, no pretende competir con la región vinícola del Bierzo Bajo, pero como parte de la comarca berciana, ubicado en el eje en el que el Sil divide en dos al Bierzo, tienen algunos pueblos del Bierzo Alto unas magníficas solanas de terrenos grijosos donde se cultivaban —ya apenas si se cultivan—, viñas en las que la uva se cosechaba algo más tardíamente que en el Bierzo Bajo, pero que tenía un alto grado de maduración, que permitía recoger racimos sanos y extraer un vino no inferior en calidad, y tal vez superior en grado, a los famosos caldos bercianos.

En domingos y di’santos, las rondas de bodegas eran tan obligatorias como la misa dominical. Comenzaban a media tarde y podían dilatarse hasta altas horas de la madrugada. Se calentaba el cuerpo y se estimulaba el ánimo con unos vasines de introducción, y solían venir más tarde la hogaza de pan y la lata de sardinas, una bacalada, o una tripa de chorizos. Si los contertulios se cansaban de una bodega, la ronda —muy variada en número—, podía trasladarse a otra bodega, si alguno de los presentes anunciaba, «¡vamos a la mía!». Era entonces cuando se tomaba la arrancadera, antes de salir.

Con un cierto orden, y tras el último chiste o cantarola, el grupo de hombres iba abandonando el hogar de Baco, buscando entre las sombras una esquina para, con cierta urgencia, desbeber lo sobrante de lo bebido. Había quienes tenían —acrecidas con el vino—, sus habilidades para el canto, el cuento, el chiste, o también, por un quítame allá esas pajas, para armar la marimorena y liarse, primero a gritos en agrias discusiones, más propias del vinagre que del buen vino, o lo peor, a mamporro limpio con todo hijo de vecino que se pusiera por delante. Ahí era cuando el somatén de turno amenazaba autoritario, «¡a ver si tengo qu’ir arriba por el máuser!», logrando así el armisticio de la paz. Tras un corto silencio y unas risitas nerviosas, el grupo remataba, «los sábados y domingos, borrachera de costumbre, y el lunes por la mañana, ¡aúpa!, al trabajo nadie acude».

Al día de hoy, se extinguieron en el Bierzo Alto campesinos y mineros. Tierras y minas están abandonadas, convertidas en zarzales las primeras —buen refugio para jabalíes—, de nidos de ratas y murciélagos las segundas

No es por nada, pero ya de antaño, nombrados personajes capitalinos tales como, los Canseco —cuyo descendiente, no tan lejano, fue un superfamoso jugador de béisbol en la liga norteamericana—, los Arriola, los Chicarro, afincaron en Congosto casona, panera y bodega, donde todavía puede verse la cuba más grande del Bierzo, «La Carrala», con capacidad para ‘cien miedros largos de vino’, es decir, mil doscientos cántaros, o sea, casi la friolera de veinte mil litros de tintorro.

Cuando el bien recordado don Juan Morano compró, en el siglo pasado, la casona de Congosto —por años en manos de los Insunza y últimamente en poder de un ingeniero alemán—, ya no existían paneras, y las bodegas estaban llenas de telarañas y de silencio.

Todavía hoy, asomando la vista por una de las enrejadas ventanas que dan a la calle, donde añejo sale un tufillo a vino picao, al fondo, a la izquierda, en la penumbra, cuando ya la retina se acostumbra a la oscuridad, podrás vislumbrar la misteriosa y enorme cuba de roble que nunca se llenó, porque la filoxera destruyó todos los viñedos de la zona, que tardó su tiempo en recuperarse.

Mediada la década de los ochenta, dejaron de funcionar, en su mayoría, los lagares, y quedaron aquellas enormes vigas de madera, del hoy casi extinto negrillo, así como los gigantescos husos de nogal o castaño bravo (pipo) —hechos la mayoría en Quintana de Fuseros—, que subían y bajaban la pesada piedra de granito para prensar en la lagareta, tras darles los primeros pisotones a la uva, los residuos del racimo, provocando que el mosto cayera dulce y sonoro bautizando el pilo.

Las cubas campean hoy por su ausencia y en algunos desguaces se ven los enormes y bien remachados aros de hierro, porque las maderas, o ya se pudrieron, o en el mejor de los casos sirvieron para darse un calentón en el invierno o para asar un sabroso magosto de castañas, regado con el vino de alguna cooperativa del Bierzo Bajo.

Al día de hoy, se extinguieron en el Bierzo Alto campesinos y mineros. Tierras y minas están abandonadas, convertidas en zarzales las primeras —buen refugio para jabalíes—, de nidos de ratas y murciélagos las segundas.

Por aquello del «qué dirán los nietos», quedan algunas viñas como pequeños islotes en medio de un mar proceloso plagado de yerbolajos. Hay lagares para mostrar a forasteros y turistas, restos de un pasado que se fue; hay algunas bodegas que siguen alegrando el corazón de un Bierzo rural que come, canta y bebe, y si sobra tiempo, echa un vistazo a la viña del abuelo.

Cuelgan todavía en las paredes, con cierto aire de nostalgia y fidelidad al pasado, el candil de carburo, la bota de vino, ya acartonada y con la pez reseca, la guadaña, la rastra y la bigornia, la rueda del carro y el arigón, el escriño, la ceranda y la picadera.

Cuando en el silencio de la noche se escucha la voz áspera y la tos bronca y persistente del abuelo, fruto de aquellos fríos madrugones y largas caminatas, la humedad y el polvo del carbón y del hierro, como anticipo de la temida silicosis final, el grupo de jóvenes se arranca en voz baja, «mi abuelo fue picador, allá en la mina», y termina tarareando aquello que nunca aprendió, «arrancando negro carbón quemó su vida».

Hasta hace bien pocos años, algunos mayores recordaban a los criados de los Chicarro acarreando, pasada la fiesta de San Andrés —«cuando el vino nuevo añejo es»—, sellados bocoyes de buen vino que alegraban, en casas afamadas y tabernas famosas, las fiestas decembrinas. Bajaba el carro a la estación de San Miguel cargado con dos cubetos para facturar a León y de vuelta subir las once arrobas de doña Asunción Sánchez Chicarro, acomodada en un sillón de nogal.

Todavía en el Barrio Húmedo hay ecos bercianos. Son recuerdos de cuando el soniquete de las canciones de los años cincuenta, mitigaba la dura vida de los mineros, «si son borrachos que sean, a naide le importa nada, ellos pagan lo que deben al terminar la semana», y los Llamazares de León apuraban acordeón, trompeta y saxo en las festivas noches de Santa Bárbara bendita del lejano 1955.

Por décadas, los asiduos contertulios del Barrio Húmedo se regocijaron y agradecieron cada bocoy que a las puertas de las vinaterías descargaba cántaros de sana alegría para hacer más llevadera la dura y rutinaria vida del pueblo trabajador. El rito, antes de echarse al gorgüelo el espumoso cuartillo, exigía la callada encomienda a San Genarín y el grito agradecido de: Vino Bierzo, ¡qué buen vino!

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