Diario de León
Publicado por
Pablo Lobato Villagrá
León

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El despertador suena a las seis. No ha dado apenas su primer y molesto pitido corto y repetitivo cuando unos dedos rápidos ahogan su lamento antes de que el primer piii alargue su fraseo más allá de la cuarta i. Al otro lado de la muñeca de la mano en la que se repliegan los dedos silenciadores continúa un brazo cansado de una persona cansada. Lleva horas despierta, desde algo antes de las cuatro, intentando retomar un sueño que se le escapa cada diez minutos. Cierra los ojos, aunque no haya luz que perturbe la oscuridad que le envuelve, y suspira. Hoy es día de oficina.Sale de casa con el café mal apurado, el pesado portátil en la mochila, un nudo en el estómago y el aliento mentolado y algo viciado bajo la mascarilla. Y aún le quedan unas cuantas horas con la nariz y la boca y la barbilla escondidas bajo un pico de pato ladeado de capas de tejido homologado por todas las normativas vigentes que espera le dé el consuelo de cierta sensación de seguridad. Pero la sensación sigue siendo incierta.Aprieta el paso hasta la parada del bus y se pone a la cola calculando un espacio que le de tranquilidad. A su espalda alguien forma también cola, más cerca de lo que quisiera, y con la nariz asomada sobre la mascarilla, como quien busca otear un horizonte que añora. Respira intranquila y más rápido de lo que debería, agobiada a la vez por esa cercanía y su propio aire viciado y caldorro bajo el tapabocas al que se aferra como la última frontera entre su salud y una enfermedad desconcertante.Suben maquinalmente al autobús, entre silencios legañosos y algún «buen día» que el conductor contesta de forma aleatoria, mientras se separa la tira del surco que ha dibujado en rojo vivo alrededor de su oreja. «Aprieta, pero...» piensa mientras busca un hueco con espacio suficiente para sentirse segura, aun sabiendo que solo durará unas paradas, hasta que el autobús se llene como antes. Ese antes que muchos llaman normalidad.En la oficina se dirige a su sitio, donde inicia el ritual de conexiones entre el equipo que lleva en su mochila y el amasijo de cables que reposa bajo el monitor. Pronto empieza la ronda de buenos días, hay quien pasa con la mascarilla-pulsera mientras sorbe un café en vaso de papel, quien para hablar baja la mascarilla mientras explica que «con esta mierda no se me entiende nada», o quien la mira cómplice y asustado mientras niega con la cabeza y musita dentro de su ffp2 «al menos, podrían abrir las ventanas» obviando que esos grandes, modernos y vistosos ventanales no tienen bisagra, junquillo ni cremona. Y ella, intentando no pensar en nada y respirar hondo como decían los audios de relajación que le pasó su cuñado, se ahoga. Porque no hay forma de respirar hondo bajo su mordaza-salvavidas. Y nota cómo le va faltando el aire, y el nudo de su estómago no ha parado de crecer hasta contagiar al resto de su cuerpo, y su pecho se contrae, y se ahoga, y se bloquea víctima del pánico a una enfermedad que en menos de un año y según los titulares ha pasado de ser la versión iracunda de la peste negra que paralizó el mundo a ser poco más que un catarro común.

No podemos permitirnos seguir tratando a la salud mental como una especialidad de segunda categoría con una ratio de seis psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes

Y no, no es coronavirus la enfermedad que ahoga a esta persona, que podríamos ser usted o yo; es la ansiedad. Una enfermedad que afecta al 6,7 % de la población, que supone que dos millones de españoles tomen ansiolíticos de forma habitual y que la pandemia por la covid-19 ha disparado, aumentando su incidencia en todos los grupos sociales sin diferencias de edad o sexo. En un país donde una de cada diez personas ha sido diagnosticada con alguna enfermedad mental, y los casos que silenciará el estigma que aún pesa sobre esta especialidad, no podemos permitirnos seguir tratando a la salud mental como una especialidad de segunda categoría con una ratio de seis psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes, muy lejos de los 18 por cada 100.000 que presenta el conjunto de la Unión Europea.La salud mental es uno de esos debes que la pandemia ha puesto en evidencia de nuestro sistema de salud, aunque no el único. Basta mirar los servicios de urgencias o la atención primaria, por no hablar de la crítica situación de los servicios médicos en las zonas rurales. Hace muchos meses que no se oyen aplausos a los sanitarios. No corre prisa volver a darlos; lo urgente es apoyar y exigir un mejor sistema de sanidad pública y universal. Es nuestro derecho. No lo perdamos.

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