Diario de León

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Hubo un tiempo en que el enriscado perfil de los Alpes suizos fue el paradigma de la alta montaña para occidente. La vida de las últimas décadas del siglo XIX triunfaba alrededor de las grandes ciudades donde se concentraban miles de personas entre grandes edificios y el bullicio de los primeros automóviles, y donde algunos, los más privilegiados, empezaban a experimentar la dulce cultura del ocio: las fiestas de sociedad y los espectáculos, los balbuceos de los primeros deportes y un turismo que comenzaba a dar sus primeros pasos. Aquellas clases pudientes, que gozaban de tiempo libre, querían acudir a los lugares que la cultura romántica había ido moldeando durante un siglo como los modernos paraísos: los paisajes naturales más alejados de las ciudades aparecían en su imaginación no solo como remansos de hermosura y paz sino también como espacios de primigenia pureza. Suiza, entre feraces e inaccesibles montañas y valles del color de las esmeraldas, se convirtió en el espacio perfecto para gozar de la lejanía del mundo a la vez que no se abandonaban los cómodos espacios de un país occidental; el país helvético contaba con los mejores balnearios europeos y sus infraestructuras permitían gozar del paisaje acompañado de experimentados guías a la vez que se disfrutaba de la gastronomía local en estupendos restaurantes. Comenzaba así el turismo como negocio, el cliente compraba sus experiencias y por una minuta podía sentirse aventurero por unos días.

El modelo no tardó en extenderse. A medida que la revolución industrial corría por el mundo como la pólvora, el turismo ofrecía sus productos a una sociedad urbana que se iba incorporando a un nuevo tipo de vida donde el ocio jugaba un papel cada vez más importante. Suiza se convirtió en el ejemplo a imitar por todas partes: con hermosos paisajes y buenas infraestructuras se podía atraer a ricos turistas extranjeros dispuestos a dejar su dinero a cambio de disfrutar de las hermosuras locales.

León no fue ajeno a ese proceso. A principios del siglo XX, las magras élites locales se hicieron conscientes de que podían tener un valor en aquellas montañas que tenían delante. Sus ojos comenzaron a ver a su alrededor paisajes idílicos y campesinos que conservaban una idealizada cultura ancestral. En publicaciones de la época como Vida Leonesa, en 1923, se pedía denodadamente que la instituciones pusieran los medios para explotar aquella fuente de tesoros: “Si en nuestra provincia existiera un comité de turismo encargado de divulgar las incomparables bellezas que nuestras cumbres atesoran, pueblos habría que encontrarían en el turismo una fuente de ingresos. Pero aquí no existe ese organismo, tan provechoso en otras provincias, por eso apenas son conocidas y menos visitadas nuestras imponentes montañas, solo comparables a las de Suiza”.

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