Diario de León

Alfonso García

La casa de Celesta

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De la señora Celesta, más preciso con la realidad y los afectos. El pasado 7 de septiembre tenía un deje de tristeza para quien esto escribe: la presencia de la piqueta para derribar esta casa emblemática, pues la entiendo como la casa definitiva del tránsito de la agricultura a la minería, ahora que la primera ha muerto y la segunda ha pasado a peor vida. Allí estuve viendo cómo caía la techumbre del corralón, aunque permanezca en pie buena parte del edificio con su caño histórico. Cuando se derriba una casa —y ya es muy frecuente en estas geografías del silencio—, entre los escombros quedan enterradas no pocas historias personales, la familiar como referencia sustantiva, asentada en un matrimonio —la señora Celesta, el señor Lino— que hicieron de la bondad, el esfuerzo y el trabajo la razón del vivir y del convivir, siempre atento y generoso, prolongado en nueve hijos que siguieron el ejemplo. La historia que nunca se escribe, a pesar de que contiene parte de sus valores más sobresalientes.

El corralón estaba bien distribuido —pajar, establos, asentamiento del carro, útiles de labranza, una de las entradas de la vivienda…—, lleno de actividad compartida con la minería de diversa manera. Entré allí con frecuencia. Todos éramos bien acogidos. Al menos una vez al año la visita era obligada para el préstamo de una bicicleta para el recorrido ciclista anual con mi padre y mi hermano, generalmente hasta Poladura de la Tercia, a visitar a unos parientes entrañables. En una ocasión llegué al destino con un vendaje estrafalario en la pierna izquierda: me había mordido el Turco, el perro guardián de la casa. No debió de ser grave el asunto, pues pedaleé bien, aunque con quejas, supongo que más por mimos que por otra cosa.

La casa de la señora Celesta se convirtió también en escenario, aunque doloroso, pero humano y amical. Luis Fernández-Arias Argüello, médico y escritor, entonces joven médico en la localidad, cuenta en sus Episodios mineros la enfermedad por silicosis del señor Lino. Se titula el relato ‘Un hombre bueno’, precisa definición. En una de sus muchas visitas, un hijo recibe al médico: «Nosotros nos ponemos en lo peor… La silicosis no perdona a nadie. Mi padre tiene cincuenta y cinco años. Para un silicoso como él, ya es mucho vivir». Se pueden imaginar el desenlace.

Todo esto, y más, se agolpó en mi mente aquel día de septiembre. Cuánta historia escondida entre unos muros que empiezan a decir adiós.

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