Diario de León

Alfonso García

El martes, chatarrero

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Escribí no hace mucho sobre ciertas costumbres de los bautizos de mi infancia. La memoria es insistente y lenguaraz. La compara Ana Merino en El mapa de los afectos, a “una caja de herramientas en la que, cuando buscas una cosa, aparece otra”. Hablaba ese día de que me gustaría contar los destinos de las calderillas atrapadas en el humilde festín que seguía a las aguas bautismales. Aquí estoy.

Digo, como premisa, que ya se utilizaban las huchas de barro, con un par de formas o tres, la más usual la del cerdito con ranura en el espinazo para introducir las monedas. Un inconveniente: si necesitabas algún ahorrillo antes de estar llena, había que romperla. Un martillazo y a contabilizar la escasez. Llegó la novedad con la misma figura y un corcho cerrándola en la barriga. Se facilitaban las cosas porque se disimulaba mucho mejor la merma. Lo cierto es que se llenaba con mucha dificultad –nunca recuerdo la mía así— con las calderillas de los bautizos, la menguante asignación de monaguillo, la extraordinaria y rara aportación de algún abuelo, a veces, muy pocas, de algún familiar cercano… Y poco más. O nada más. Bueno, la más importante la del chatarrero, pero salía del lomo propio, o de la pericia, que el tipo sabía un güevo del arte de la triquiñuela.

El chatarrero llegaba todos los martes, salvo fiestas de guardar, puntual, y se colocaba al inicio de Salinas, que entonces no tenía categoría de Paseo y se asomaba al río por un pequeño terraplén de malezas y cenizas. Y allí llegábamos, al salir de la escuela, por la mañana o la tarde, con toda la chatarra variopinta. Me gustaba el río veraniego para tales menesteres, a él desembocaban todas las cosas inservibles. El chatarrero siempre adelgazaba la balanza –imprecisa, nunca quieta— y el precio. No había más alternativas.

Los destinos de los ahorros estarán en la memoria de cada cual. En la mía, al margen de algún capricho veraniego con aquellos barquillos deliciosos de Sara y su carrito, junto al puente y Casa Leo, dos. Dos destinos festivos.

El 18 de Julio, las fiestas del pueblo, para las escopetas de perdigón y las bolas de anís como diana de diversos colores. El segundo, San Miguel, patrón de Ciñera, y las bombitas envueltas en papel de estraza y atadas con cuerda fina y deshilachada, para hacerlas estallar en el suelo o contra alguna pared. Inofensivas hasta la risa.

El fiel-infiel de la balanza del chatarrero me recuerda hoy la pérdida irreparable de la inocencia.

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