Diario de León

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Un día hablé de la libreta del economato, cuyo consumo aparecía reflejado en los números de los descuentos en la nómina o libramiento que se cobraba el día doce de cada mes. Pero había más libretas. En casa estaba abierta otra, en Casa de la Viuda, cuya cantidad consumida se pagaba, previa suma rápida y de corrido, el mismo día del pago o al día siguiente. En metálico, naturalmente. Al margen de otras cosillas, el consumo familiar en este establecimiento era de pan, que solíamos alternar con el de Casa Juaco. Excelente en ambos casos entonces y ahora, que la historia continúa con los cambios que los tiempos han ido imponiendo. Bien de una u otra panadería, familiares las dos en tiempos de bonanza poblacional en aquella infancia lejana de mi pueblo, lo cierto es que a veces a diario entraba en casa una de aquellas hogazas grandes y redondas como soles, traídas, como si tal cosa, bajo el brazo, que el asunto entonces no parecía tener mayores ni menores complicaciones.

Recuerdo con especial benevolencia el rito de la merienda, imperdonable. En los días más próximos al de compra en el economato a principios de mes con fechas señaladas para cada grupo, en que caía algún trozo de queso, membrillo o pastilla de chocolate –aquel Jualo que se fabricaba al lado de la carretera general-, el aceite o la nata sobre pan eran inventos maternos para la supervivencia. Si siempre las madres han tenido que tirar de imaginación para el comebú diario, en aquella época de escaseces el asunto era más complicado y comprometido, cercano a la heroicidad del vivir. Una generación entregada y sacrificada a la que la historia aún no ha tributado el reconocimiento debido.

Pues bien. Apoyada la hogaza sobre el pecho o la panza alta, el cuchillo dibujaba los cortes necesarios y posibles, que, cuando se cumplía la mitad de la circunferencia, se partía en dos, dos grandes rebanadas sobre las que se extendía la capa de nata que se había asentado en la leche hervida. Y sobre ellas, azúcar espolvoreada en abundancia. Si la suerte te había deparado algún corrusco de pan, manjar de dioses. No sé si los dioses…

La leche, dicho sea como complemento, se compraba recién ordeñada a algún vecino con vacas, que no eran pocos. Lo que significa que aquellas lecheras de aluminio eran parte de la cacharrería doméstica. Cuando no eran los productores los que pasaban por casa con sus grandes lecheras y los tanques de las medidas.

Tiempos de memorias y olvidos progresivos.

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