Diario de León

Alfonso García

Las pértigas de la luz

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Las palabras desaparecen porque aquello a lo que dan nombre ya no existe o porque las sustituyen otras. A las que me refiero pertenecen a la desaparición, pero es posible alguna pervivencia. Aunque sea cierto que la palabra es la que aumenta la memoria, es difícil medir el espacio que ocupa en nuestra historia. Hasta es posible que se haya diluido el nombre exacto, no el concepto, que puede pervivir en memorias o documentos. «Las cosas —decía Valle Inclán— no son como las vemos, sino como las recordamos». Pértiga, al margen de otros usos, se refiere genéricamente a un palo largo, al que la necesidad y/o la imaginación dieron diferentes usos. Como los de la luz. Quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos. O lo que fuimos.

La primera pértiga de la luz era cosa de monaguillos en una época de abundancia de tales ayudantes: formaba parte del rito y la costumbre que uno encendiera velas y cirios antes de la misa, sobre todo de la dominical y mayor para revestirla de la solemnidad de muchas velas encendidas, incluidas, claro, las de los cuerpos más altos de los retablos. En uno de sus extremos, un dispositivo con doble función: una mecha encendida llevaba el fuego a las velas más altas. Acabada la ceremonia litúrgica, con intenso olor a cera y sus lagrimones bajando por el cuerpo vertical del blandón, el apagado: un capuchón de forma cónica ponía fin a la llama. El artefacto que conocía lo habían hecho en La Fábrica a petición de don Ramón, párroco de grata memoria. Desconozco qué habrá sido de aquel capuchón o apagavelas como alguno lo llamaban. Sigo preguntándome por qué no enciendevelas.

La otra pértiga de la luz tenía un uso civil, por decirlo de alguna manera. La recuerdo menos sofisticada, más basta y larga. En un extremo, un dispositivo de hierro a manera de abrazadera sujeta con puntas y en ella una pestaña abierta en círculo: con él se desconectaba o accionaba el interruptor que, clavado en un poste —los postes de la luz—, encendía o apagaba las escasas bombillas que iluminaban muy tenuamente el pueblo, casi solo como referencia, si no estaban fundidas, para poder caminar con alguna garantía. Llevaba la pértiga, y así lo recuerdo, el señor Lorenzo —el tío Lorenzo— al atardecer para el encendido. El mismo recorrido cuando clareaba el día, para el apagado. Durante todo el año, con frío o calor, agua o nieve. «Ya encendieron las luces», decían también como aproximación horaria, en tiempos en que el reloj no era aún de uso común.

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