Diario de León

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El verano echa el ancla, con más fuerza si cabe, en los recuerdos de la infancia, aquel tiempo de libertad sin horarios y sin límites, excepto los marcados por las rutinas familiares de las comidas. El resto del tiempo estaba sometido a la fértil invención diaria, alimentada de improvisaciones imaginativas, de exploraciones múltiples y de sueños de corto alcance. Las maravillas del vivir infantil. Río, monte, juegos de implicación colectiva, calles recorridas una y otra vez, pájaros, plantas, frutos perdidos en lugares insospechados…Una sucesión sin tregua que solo ponía cansancio bien entrada la noche, después de haber encontrado «los tres navíos por el mar» por parte de los otros tres que «en busca van», cantados como un estribillo de melodía bien sabida.

Y no sé por qué los recuerdos traen hoy a sus dominios el dulce aroma de los perucos, aquellas pequeñas peras de tan buen sabor. Olores y sabores trazan sus propios caminos en el tiempo y en el espacio. Oí a alguien decir que «del peruco se come todo, hasta el rabo». No sé si tanto, que me veo con su carne íntegra en la boca desprendiendo precisamente el rabo para paladear íntegro el resto. Son uno de esos sabores que se instalan indefinidamente en la memoria para provocar tiempos y sensaciones. 

Por los sanjuanes de fiestas y hogueras, que no en vano algunos los llamaban perucos sanjuaneros, llegaban las primeras remesas a las calles de mi pueblo y de la contorna. Era habitual desde entonces y hasta bien entrado el verano la presencia de los vendedores ambulantes de estos frutos que llenaban las huertas del bajo Bernesga y alegraban aquellas mesas de hules y maderas repintadas. Pocos se despachaban desde los carros entoldados —me viene a la mente el lejano oeste— de algunas lecheras que aprovechaban este producto de temporada para redondear las cuentas con sus propios productos. Un par de cestas grandes —de la ropa decíamos, aunque servían para todo—, al lado de las lecheras de latón. Lo más habitual, sin embargo, era el burro con serón cargado de los típicos perucos. Su presencia era fácilmente advertida. Depositaba la mercancía, a petición, sobre el único plato de la antigua balanza romana con su larga regla de hierro graduada, y volcaba la fruta sobre los más diversos recipientes, mandiles incluidos y hábilmente dispuestos. Cantidad módica el precio, es verdad, en aquellos tiempos de escaseces. Manjares, sin embargo, en mesas humildes.

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