Diario de León

Alfonso García

Pozos para lavar

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Allá por el mes de mayo estas humildes hojas, tan llenas de color por esta época, acogían la referencia y el recuerdo de un lavadero, en todo caso paradigma de unas formas de vida felizmente superadas.

Hoy algunos se conservan en pie como testimonio y como referente etnográfico. Nunca es bueno que se pierdan mojones de la historia que testimonien parte de su evolución y proceso.

El lavadero fue un avance frente a las inclemencias del frío, las máximas incomodidades de las orillas del río y trajo también, por qué negarlo, el sentido colectivo de tales labores, la cercanía y una mayor solidaridad y ayuda. Alguien me advirtió, sin embargo, que debería añadir un nuevo elemento de la época de los lavados en el río. Son los pozos, en general dispuestos para que el agua rasease a la altura del terreno, al menos buena parte de los que ahora ocupan mi memoria, pocos, es verdad.

Me sitúo en Salinas, en ese paraje de Santa Lucía ocupado por huertas, generalmente con pozo, alguno de los cuales aún permanece, aunque sin agua, segada por la carretera abierta en su contorno norte. Los pozos tenían una doble función. La principal, sin duda, la de regar estas huertas, muy atomizadas y de cultivo intenso y temporal de árboles frutales, hortalizas y verduras hasta no hace tanto, algunas hoy sumidas en el abandono o la desidia.

La segunda función, siguiendo el relato que nos ocupa, fue la de servir como punto para el lavado. Buscando un lugar abrigado, si era posible, para cavarlo, dadas, además, las dificultades del terreno en pendiente, el pozo era pequeño. Para una persona las más de las veces. Los más curiosos y prácticos colocaron en él una piedra, a modo de tarja, para frotar la ropa y, en ocasiones menos frecuentes, limpiar las tripas para embutir la matanza. Dada la pequeñez aludida, su uso se repartía entre dueños, familiares y allegados, que convenían días y horarios para el uso.

Como curiosidad, aún se percibe, en contadas ocasiones y con dificultad, el caminito de piedra —fueron nuestros antepasados maestros en la construcción de diversos elementos con piedra seca— desde la boca del pozo hasta la distancia estimada que evitara posibles barrizales. En lo que podían, trataban de solucionar todos los inconvenientes, aunque el mayor era la circunstancia en sí misma.

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