Diario de León

Alfonso García

Las tentaciones del personaje

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Aquella ola de calor se estaba convirtiendo en espanto. No solo durante el día, con galbanas dibujadas en los pocos rostros que transitaban por las calles, sino durante la noche, quieta, irrespirable, pegajosa. No podía dormir. Aquella noche última la pasó prácticamente en vela, dando vueltas sin encontrar postura, boca arriba, mirando las pequeñas sombras que se movían en el techo la mayor parte del tiempo. Pensaba en él, obsesionado con él.

No aguantaba más. Se levantó, camino de la cocina, a tomar café. Allí estaba él, sentado y pensativo. «¿Qué haces aquí, tan pronto?», le preguntó. «No puedo dormir». «¿Entonces?». «Yo no soy así, no soy como tú me retratas. Quiero salir de tu novela. Me siento incómodo».

El novelista y el personaje hablaron durante largo tiempo, mientras agotaban el café. Con tranquilidad y sensatez. El primero, convencido de que era él el prototipo del protagonista que buscaba y quería. Le había costado mucho esfuerzo definir su personalidad. No así el segundo, que, sobre todo, no compartía algunas escenas de dudosa reputación y escenarios un tanto rocambolescos y difusos.

Se pusieron, sin embargo, de acuerdo para buscar una solución: saldrían a la calle a ver si encontraban un sustituto. Sería cuestión, pensaban, de hablar con unos y con otros, con naturalidad, en los escenarios reales de la vida. «La vida es pura ficción», dijo el novelista. «La ficción explica la vida», añadió el personaje descontento, lleno de preguntas y tentaciones.

Tomaron cerveza en una terraza con uno de los elegidos al azar. Circunspecto, serio, pulido, tacaño. Invitaron a cenar a otro que solo hablaba con monosílabos. «¿Quién paga?», preguntó el personaje. «Deberías hacerlo tú por los dolores de cabeza que me das». «No tengo ni un chavo. El dinero es pura yesca». «Me sales caro, además de protestón».

Pagó también el novelista las copas de la noche. A cuenta de los dudosos derechos de autor. El nuevo posible sustituto era demasiado introvertido, cabizbajo, triste.

Llegaron a casa novelista y personaje envueltos en una suave brisa que daba cierto respiro. «¿Qué has pensado?». «Seguiré siendo el personaje de tu novela. Prefiero seguir siendo un tarambana».

Resignado, quedó definitivamente encerrado en aquellas páginas, en el caudaloso laberinto de sus letras. Por los siglos de los siglos.

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