Diario de León

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Como en el monólogo de Andrés de Casa Sosas, aquel último vecino de Ainielle, en Los Montes de la Ermita, Abel ha levantado la voz para defender que no está loco, ni se siente condenado, salvo que sea estar loco permanecer fiel hasta la muerte a su memoria y a su casa. Convertido en una actualización del personaje de La lluvia amarilla , la novela con la que Julio Llamazares se adelantó 30 años al mito la España Vaciada del que tantos otros hacen ahora negocio, el habitante de esta aldea acostada en el regazo del Pico de la Fana Rubia, en la berciana Sierra de Gistredo, ha logrado por la vía judicial que reconozcan su derecho a empadronarse en el hogar en el que se crió, del que se fue para meterse en la mina y ayudar a que sus padres no pasaran hambre y al que volvió, sin haberse marchado nunca del todo, como atestigua en la magnífica crónica firmada por María Carro en este periódico. El Ayuntamiento de Igüeña le niega la posibilidad, al igual que al resto de quienes lo han intentado, de ser vecinos y cierra la opción de licencia para arreglar sus viviendas. Tanto convencer a los paisanos de que los pueblos se mueren y, al final, resulta que los matan quienes más deberían defenderlos.

La lucha de Abel por asentar su arraigo en Los Montes de la Ermita, que quedó deshabitado en 1981 de manera oficial pese a que no dejó de tener pobladores, coincide con la de los vecinos de Prada de la Sierra, donde los tribunales obligaron después de 30 años al Ayuntamiento de Santa Colomba de Somoza y a la Junta a dar de alta al pueblo en el INE. La existencia de estas entidades locales menores la asumen como un problema los ayuntamientos, escasos de recursos en muchos casos y acantonados en una visión obtusa que reclama el reagrupamiento de su padrón: la misma medicina que recetan los urbanitas para fagocitarlos a ellos. La estrategia, en la que luego vendrán a por ellos aunque será tarde, estrecha cada vez más el cerco y favorece el abandono de la tierra y la despoblación, como se nota ya en la capital leonesa, dentro de unos juegos del hambre que priman al grande para que crezca más. No se puede obligar a nadie a vivir en un pueblo, defienden los estadistas, mientras recortan servicios para que los paisanos se vayan solos. «La noche queda para quien es», sentencia de forma lapidaria Llamazares en su monumental libro para adelantarse al destino de León. Pero habrá un Abel que rete a Caín.

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