Diario de León

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A lo lejos, se atisba una muesca a la derecha, pegada a la fachada continua que encañona la calle hasta perderse en un ángulo. Vengo con la vista en el suelo y las manos en los bolsillos del pantalón, entretenido en los pasos que describe el meandro de la vía al dejar la torre de las campanas a la espalda y librar el muro tras el que se guarece el claustro de la Catedral. No hay nadie. Entre los adoquines, se delatan los charcos que ha dejado como muestra el arrebato impertinente con el que la primavera confirma que aún no está preparada para hacerse verano. Apenas me acerco advierto el cuerpín adosado a la pared, tieso. Lleva la mascarilla embozada en la cara, un poco torpe: un dedo por encima de la barbilla y casi metida en los ojos, con esa imagen ajena que les dan a los niños las prendas pensadas para ser adultas. Mira de frente, ensimismado, pero no acierto a saber qué. Casi encima, descubro la sombra que dibuja el portal de enfrente, a no más de seis pasos de distancia, en el que aguarda una mujer de unos ochenta años. Desde el umbral le sale la voz que pugna por desembarazarse de la mano, por llegar donde no puede el cuerpo, por acercar con un cariño ahogado el mensaje que mantiene al guaje pequeño, quizá su nieto, inmóvil. «¡No sabes las ganas que tengo de darte un abrazo!», le cuenta, mientras se sujeta con la mano al quicio de la puerta para no arrancarse a su encuentro.

La escena condensa la angustia de ocho semanas en las que el contacto físico no supera la barrera de las paredes de la casa en la que se vive. Dos meses con el roce externalizado por teléfono y por internet, con la asepsia convertida en un estorbo, con el distanciamiento, tan imprescindible para acabar con la cabalgada del virus en su rastro de muerte, asentado como una costumbre. El hábito arrastra a un comportamiento social que dejará heridas, pequeñas cicatrices en las que palpemos que estos días que vivimos no nos dejarán nunca. Al salir no sabremos si dar la mano, si palmear la espalda, si ladear dos besos en las mejillas, o levantar un poco la barbilla y enarcar las cejas, con esa falta del tacto que nos hace forasteros en nuestro propio cuerpo. Aunque los abrazos que se nos queden en el pecho no serán los peores. Ahora que la vida nos ha quedado para septiembre, los que no olvidaremos serán los que ya no podremos dar.

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