Diario de León

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El campo actualiza en un par de cosechas y un madrugón de ordeño las teorías económicas sobre las que se ha edificado la sociedad en los dos últimos siglos y medio. El viaje de los precios desde los afanes de la cosechadora y el zumbido de la sala de ordeño hasta lo que marcan los lineales de los supermercados condensa la moraleja de un sistema que conjuga los peores presagios sobre las plusvalías de la explotación al trabajador, elevadas a piedra filosofal del marxismo, con la impunidad de los ángulos muertos en los que se mueve la mano invisible que imaginó Adam Smith para explicar el funcionamiento de los mercados. En ese tránsito, que va que desde lo que perciben los agricultores y ganaderos por sus materias primas hasta lo que pagamos por ello los consumidores, el producto duplica como mínimo su factura para beneficio de los que actúan como intermediarios y los que están al final de la cadena, mientras, en origen, a los que se dejan la vida con su negocio al aire libre no les queda ni para cubrir costes. Producir a pérdidas, lo llaman en las escuelas empresariales; arruinarse para que ganen los almacenistas, la industria y los grandes distribuidores, reinterpretan los que resisten la tormenta para desafiar al mercado, basado en que el carraspeo de un broker en la lonja de Chicago acaba con el réquiem por un campesino leonés.

El grito orgulloso de los pilares de la fábrica de alimentos, condenada a percibir los precios de hace 30 años y sufrir los costes actuales, resonó trepado a los 800 tractores que bloquearon León. La ciudad, acostumbrada a vivir de espaldas a la provincia, aún contó con clasistas extrañados de que estuvieran «sospechosamente limpios» y cainitas que alientan el cliché de los subsidiados, como se hacía con los mineros, a pesar de que ahí estaban los pozos para quien quisiera bajar y el campo para los que gusten de agarrar la azada, aunque antes tengan que preguntar dónde se enchufa. La percepción desvela el desconocimiento de la sociedad sobre el origen de lo que come. La inopia, que aprovechan las administraciones para incentivar los abandonos con obstáculos para el relevo generacional y la amortización de cupos para que saquen tajada los especuladores, encaja con la poca empatía hacia un sector que sustenta la pervivencia del mundo rural y garantiza el autoabastecimiento. Desertamos del arado sin entender que con las cosas de comer no se juega.

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