Diario de León

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Tengo una fijación con los balones en la que un psicoanalista argentino podría encontrar los trazos de una pulsión freudiana vinculada a las tetas, incluso antes de Rigoberta Bandini, que en mi época se llamaba Sabrina Salerno. Podría darse. La obsesión desata en mi amígdala la misma reacción que la campanilla en los perros de Pavlov. No me pongo a salivar de milagro; con los balones, me refiero. El último se me apareció en un pequeño cartel, adosado a una farola, con la estética de los avisos que hicieron fortuna en el oeste para buscar bandidos, pero adaptado a un reclamación de ayuda. «Se busca un balón verde», se leía, para pasar a detallar, en los renglones inferiores, que se había perdido en la zona de la estación de Feve, que ahora mismo se ha convertido en lo más parecido a un campo de entrenamiento de los marines, y que se trata de «un objeto sin valor, pero que para el niño que lo perdió es muy importante». Empaticé, como afinan los modernos. Un balón. ¿Cómo que no tiene valor un balón verde? ¿Qué puede resultar más valioso para un niño? Rosebud, en la versión española de Ciudadano Kane, debió ser un balón verde, no una bola de cristal con nieve dentro.

Tengo balones repartidos por todos los sitios: en casa, en las casas familiares, en el pueblo, en la huerta, en el maletero del coche. Quedan como un recurso a mano dentro de una costumbre a la dispersión que también me ataca con los libros y los bolis bic, quizá por si un apocalipsis me da la oportunidad de sobrevivir agarrado a la tabla de salvación que me ofrezca una pachanga en solitario, una lectura al atardecer y un diario con en el que suicidarme poco a poco. Todos esos balones, y los que guardo en una estantería en Boñar, firmados por plantillas del Madrid de los ochenta, representan el capital que les lego a mis hijos. Ellos tienen ya como principal posesión un balón de trapo que les regaló Luis Urdiales cuando el mayor aún no andaba y que, tras haber desmontado un par de cuadros y ser decomisado por su madre como castigo supremo, sobrevive cosido al empeine del guaje pequeño como un quiste. Hay muchos balones. Balones con forma de muñecas, de peluches, de cadenitas herencia de la abuela, de tebeos, de canicas, que en realidad son pensamientos alegres, como nos enseñó Peter Pan. ¿Quién no ha extraviado un balón verde alguna vez en su vida? Hay cosas que se pierden en la infancia y cuesta toda una vida recuperarlas.

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