Diario de León

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En el poyo de la puerta de noviembre se sienta con las manos frías metidas en los bolsos el barquero a vernos pasar. Hace tiempo, mientras escarba con la puntera del zapato en los restos que el otoño desperdiga por el suelo. No tiene prisa aún por picarnos el boleto. Sabe esperar. El viaje, en cualquier momento, acabará por llevarnos a cruzar el río. Hoy no, pero a mañana le sobran los días que darnos de ventaja, ahora que ignoramos que en algún momento tendremos que echarlos de menos. Conviene no olvidarlo, como nos enseñaron con su ejemplo algunos de los que ya partieron. Viene bien tenerlo presente, pese a que sólo nos ocupe apenas tres jornadas al año por estos pagos, cuando las tardes se retuercen entre las hojas caídas para descorrerle la mantilla nácar al sol. Contra la luz que se fuga unos minutos antes en cada puesta, las costumbres que heredamos nos citan delante de los panteones en los que la piedra exhibe las cicatrices de las mordeduras ocres y cárdenas de los líquenes, ante los nichos de pared donde se avecinan los difuntos para aligerar las plusvalías de la tierra, al pie de los árboles bajo cuya sombra descansan las cenizas de los cuerpos que fueron llama antes de arder. Ahí nos asomamos los deudos, convencidos de que rescatamos su memoria. Pero no es verdad. Para eso le sobra espacio al calendario. El 1 de noviembre, por Todos los Santos, vamos a honrar a nuestros antepasados con el orgullo de celebrar que su muerte tiene todavía más vida que darnos.

La conmemoración arrastra este año desde marzo las vísperas que han obligado a las familias a despedir de manera atropellada a sus difuntos sin apenas duelo. Los peajes del virus han enterrado a miles de difuntos en el silencio que cabe en un responso leído de carrerilla, sin velar, ni siquiera acompañar en las últimas horas por el miedo a los contagios. El confinamiento escondió las colas de los féretros que aguardaban turno en el Monte San Isidro para que quedara libre un coche fúnebre, que esperaban al otro lado de las puertas cerradas de las residencias de ancianos, que, en sordina, disciplinados, sin coronas en los laterales, avanzaban por la avenida de San Froilán camino del camposanto de Puente Castro sin nadie detrás que los escoltara. No deberíamos olvidarlos. Este 1 de noviembre, cuando pasemos delante del barquero, la muerte tiene más que nunca mucho que enseñarnos.

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