Diario de León

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León nunca defrauda. Cuando las cosas se complican hay quien conoce el resorte con el que se retiran los obstáculos. Si la puerta no se abre en el departamento de urbanismo para tramitar una modificación del PGOU que despeje el pasadizo tantas veces postergado; si el documento que siempre falta a la hora de gestionar el proyecto que colisiona con las normas urbanísticas y la protección de los edificios históricos se traspapela; si se requiere una mano izquierda para cuadrar los intereses privados dentro de la esfera del gasto público, los que tienen el dinero se encuentran con los que manejan el poder a través de la invitación que alguien desliza en la sobremesa para solucionar el problema con una llamada a Luca Brasi. El concepto del mediador sibilino, metáfora del papel con el que Mario Puzo escoltó al Padrino para que resolviera los asuntos delicados con diplomacia siciliana, prospera en esta tierra en la que una influencia por compartir no prescribe nunca.

La costumbre alimenta la aparición de muelles que liberan las tensiones para alivio de los negocios que penden del alero por un quítame allá ese dictamen de Patrimonio, un informe técnico inicial desfavorable o un chiste sin reír. La figura del conseguidor engrasa el sistema igual para dibujar sobre una servilleta el reparto a precio de saldo del suelo público de La Lastra, donde después explotó la burbuja de Agelco, que para colocar una terraza en unos contenedores en la plaza de las palomas con la excusa cursi de que se trata de «arquitectura efímera», como el título de aquel disco de Alaska y Fangoria, y la burla de equiparar las críticas acumuladas a las que animaron a Gaudí a hacer las maletas. El relato, adobado por los que redoblaban el bombo para que Profutle comprara la Cultural como fachada de su plan de control de la ciudad, se adorna ahora con la santificación del alcalde, José Antonio Diez, alistado a la misma cofradía que su predecesor socialista promocionó hace más de 13 años. León nunca cambia. Sólo varían, con escaso margen, los actores que ocupan el escenario para representar la función, mientras los mismos apellidos de rancio abolengo de siempre, injertados en la raíz de las administraciones, de las patronales y de los centros de poder, rentabilizan su posición. Si se pone negro, llaman a Cecilio Vallejo.

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