Diario de León

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Hace cuarenta años las llamas devoraron nuestra casa. Un pirómano contratado por alguien que quería deshacerse de un almacén prendió la mecha que rápidamente se propagó por la cubierta que compartía con la vivienda. Fue espantoso oír el ruido de las vigas desplomarse sobre el suelo de las habitaciones mientras los bomberos sofocaban el fuego.

Estábamos felices porque salvamos la vida. Un vecino que miraba las estrellas vio el fuego levantarse sobre el tejado. Su llamada a la puerta fue providencial. Conseguimos salir y sacar en brazos a los pequeños que ya dormían.

Al día siguiente mi padre y los vecinos trataron de recuperar de los escombros y las cenizas mezcladas con agua algunas pertenecencias. Entonces nos dimos cuenta de que no teníamos nada. Que había que empezar, no de cero, ni de nuevo, sino sobre la pérdida, el dolor y la injusticia de lo ocurrido. Lo hicimos con ayuda y mucho esfuerzo.

Dicen que en este país no dimite nadie. Pero la política hace tiempo que dimitió de sus funciones. Fue apartada por las maquinarias electorales y los asesores que calculan la oportunidad de cada gesto, palabra o campaña. Ahora es el fuego de una juventud hastiada y con ganas de ser protagonista de algo, aunque sea encender la mecha en un contenedor, el que echa un pulso a la política en Cataluña. 

Barcelona en llamas es la imagen que quedará para la historia, porque la violencia siempre se apropia de la historia, aunque las grandes manifestaciones contra la sentencia del procés hayan sido marchas pacíficas desde distintos puntos de Cataluña. 

Esperar que el Tribunal Supremo  solucionara el problema catalán con una sentencia era ilusorio. A los jueces se les pide que hagan su trabajo, desde una clase política que no sólo no trabaja por la paz y el interés público del país entero, sino que se dedica a cada día a incendiar los caminos a la solución con palabras en llamas.

El Tribunal Supremo optó por los tipos penales más elevados para codenar los delitos de sedición y malversación de fondos públicos que atribuyen a los juzgados, a falta de argumentos jurídicos para condenarles por rebelión. Mientras otros siguen huidos, según el lenguaje de un bando, y exiliados según la nomenclatura del otro frente.

Cataluña, una vez más, se ha convertido en la nube de humo que tapa los verdaderos problemas que acucian a la gente y tiñe de gris una campaña electoral ya de por sí tediosa e inútil. Y los verdaderos incendiarios se esconden ahora detrás de los «violentos, radicales y antisistema» que prenden contenedores en la Vía Layetana y otras calles de Barcelona.

La lucha por ganar el relato se ha impuesto a la solución política, que es camino complejo y laborioso, y el único que ofrece salida. Durante dos años hemos asistido a la confrontación entre los que arrojaban piedras con la terminología de golpe de Estado y quienes prendían mechas defendiendo la costosa pantomima de referéndum del 1-O como la panacea de la democracia.

Pretender que cualquiera de estos bandos está uncido de razón, bien porque se la da una sentencia condenatoria, bien porque de esta surgen nuevas heridas y mártires, es un desatino. Y la lumbre se agranda cada vez más dibujando una pedagogía espantosa de la lucha.

La judicialización del conflicto ha creado nuevas heridas antes de que las que ya estaban hechas pudieran cicatrizar. Y cualquiera que quiera empezar el camino del diálogo tendrá que reconocer que las heridas existen. Que ya no se puede empezar de cero. Que tendrán que hablar sobre los escombros de lo que han incendiado y ofrecer recursos a la sociedad para que pueda vivir de nuevo a cubierto de una verdadera democracia.

Quien ha sobrevivido a las llamas sabe que nada será como antes. Que hay que habitar la nueva casa aceptando una pérdida que no se va a recuperar. Con la vista puesta en el futuro y en unas generaciones que no causaron el problema y lo sufren.

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