Diario de León

Antonio Manilla

Banda sonora navideña

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Es un hábito idealista, como enamorarnos. Jugar a la lotería, aunque sea una vez al año, en estos días a menudo sobreactuados de la Navidad, es una costumbre poética que a uno le quedó impresa en aquellas mañanas de la infancia escuchando cantar sueños y desenredar quimeras a los niños de San Ildefonso desde una televisión en blanco y negro cuyo transformador emitía olorosas vaharadas de ozono. Despertabas y ya estaban allí, huérfanos y bien planchados, aquellos admirables orfeones entonando ese runrún melódico que se te incrustaba en el cerebro. Como no te iba ni te venía mucho el oleaje del azar, hacías garita para los mayores e ibas del salón a la cocina cantando un quinto caído en Matalascañas o un segundo que se había vendido íntegro en Coslada. Memorizabas el número y, sin quererlo, lo trasmitías entonando aquel sonsonete que era la banda sonora de la fortuna para alguien. Una cantinela que tardaría en olvidarse varios días.

Jugar, el juego, esa es la clave del ritornelo del azar numerado que emana de ese par de bombos asimétricos que contienen las infinitas combinaciones del destino. El juego, dicen los expertos conductuales, es una técnica de adiestramiento en facultades que nos serán imprescindibles para la vida. Saber perder o incluso aprender a ganar no dice uno que no sean útiles, pero más bien creo que su atracción proviene de que despierta en cada uno de nosotros efluvios de patio de colegio, ronda de verdad o consecuencia, partida de chinos en la barra del primer bar adolescente. Aquella independencia. La posibilidad de escapar por un golpe de dados de la libertad vigilada en que acaba por parar cualquier existencia adulta.

Cuando jugamos a la lotería, todos nos volvemos niños por unos días, y no solo en la memoria que nos infunde nostalgia de la nostalgia. Al comprar un boleto nos convertimos en buscadores de oro, en mineros que albergan la esperanza de un diamante, la perla de una ostra, la cuarta hoja del trébol. Somos capaces de ensoñar en el ramaje de un seto las paredes de un castillo, al dragón que lo defiende y a la princesa de rubísimas coletas que espera dentro que la rescatemos para ser libre y feliz en nuestra compañía el resto de la eternidad. Íntimas ficciones: otro hábito idealista, como enamorarse y jugar un décimo a la lotería por Navidad.

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