Diario de León

Antonio Manilla

Barrotes de tinta y sueño

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El columnista mira los temas desde un solo enfoque, muy estrecho además, él mismo. No es el suyo un método analítico sino una mirada. Afectos y conceptos se entrechocan a la hora de ponerse ante la cuartilla, a poco que el tema que vaya a tratar le toque de cerca. Y nunca nadie debería escribir de cosas que no le sean próximas, aunque jamás deba hacerlo de las que le son más próximas (es decir, que la intimidad queda descartada como asunto).

A la obligación de la objetividad, que es un horizonte al fondo del cuadro, como la perspectiva, se impone a menudo lo intangible: la intuición, el corazón y sus pálpitos. Se adentra en su columna lo imprevisto y el columnista no puede sino darle amor, soltando tanza, dejarlo ir, con la esperanza puesta en que se agote y al final pueda acercarlo a la orilla imparcial de las últimas palabras de que se compone su tarea, habiendo logrado esbozar al menos alguna idea sugerente sobre el tema que en principio se había propuesto. O, cuando poco, hacer que en el rostro del lector se apunte una sonrisa o un desacuerdo, alguna sensación, por mínima que sea. Hacer pensar, aunque sea mal, está bien, pero amenizar es imprescindible.

España es mucho de columnismo trombón, de voces retumbantes y cargadas de sustantivos emplumados, con ese fondo de bombo declarativo bien marcado que emborrona la música aunque a la mayoría les parece que la decora, porque somos un país, más que barroco, churrigueresco y verbenero. La «prosa sonajero» que tanto éxito cosecha, acaso entre los lectores que menos leen, pues rentabilizan así las faltas de asistencia con un atracón de epítetos, es como esos poetas urbanos que salen un día al campo y luego pueblan sus versos de colores que no existen ni en la paleta de los pintores. Matices entre lisérgicos y culturalistas que afean la escritura en corto y por derecho, la que va al grano, sin llenar de muletazos la plaza de la opinión. La prosa del adjetivo enarbolado como una bandera tiñe cualquier comentario de un aroma a naftalina de bohemia. Igual sucede tan solo que se tiene nostalgia de unos tiempos rancios. Porque es como si midiéramos la bondad de las columnas a partir el número de adjetivos por línea, en vez de por la emoción que durante unos instantes son capaces de encerrar entre sus efímeros barrotes de tinta y sueño.

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