Diario de León

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Hoy, visitar un pueblo en invierno es igual que mirar al firmamento. Ambos nos muestran un paisaje de extinción, una imagen de lo que fue y se precipita hacia el dejar de ser. Nos llega la luz de estrellas que hace eones han desaparecido, apreciamos la sublime hermosura del espectáculo —Kant decía que el día es bello, mientras que la noche es sublime—, nos sentimos minúsculos por un instante como provincianos de la Osa Menor viajando, como en el tema de Franco Battiato, por cierta ruta en diagonal de la Vía Láctea. Después de tamaña experiencia entre estética y sentimental, la aldea, sobre todo si es la nuestra, la de nuestros ancestros, sigue doliéndonos, en su continuo y corriente decaer, en su precipitarse hacia una falta de sustancia primordial, descomponiéndose sin tan siquiera un lamento. Igual que hay un turismo de ruinas industriales, un día acaso exista otro de ruinas rurales: circuitos por esa España vacía que tanto se ha repensado pero contra la que no se ha luchado con el tino que lo han hecho, por ejemplo, nuestros vecinos franceses.

En su Libro de Réquiems , Mauricio Wiesenthal escribió que «el amor de los objetos rotos es el amor de la diáspora». De cosas que otros no quieren, un paisaje roto y una memoria quebrada habla el último poemario de Ángel Fierro, que con el título de Diáspora edita Eolas. Con sesenta publicaciones dedicadas al conocimiento de los municipios leoneses más castigados por la despoblación, estudiando su geografía, leyendas e historia, así como sus cancioneros, bien puede el poeta de Claraboya afrontar esta especie de memorial de pérdidas. Con la inspiración de la voz de Paul Celan al fondo, sus versos se asoman a la nada de un «país vacío de cierzo abandonado y dolor boreal».

Va por delante la conciencia de que un poema «es un venablo contra la desmemoria» y también la de que ya nada es suficiente, porque la suerte está echada y, aunque pretendiéramos andar por la luz del recuerdo, «tampoco quedan los caminos». Igual que esas estrellas muertas cuya luz todavía contemplamos en el firmamento están multitud de pueblos leoneses: cáscaras vacías que, como las tapias y murias huérfanas, se desgastan y mueren «tan lentamente que aún continúan en pie». Cada uno es, a su manera, «un dolor que se escribe solo, aunque cada línea tiene su música». Una realidad y un libro tan sublimes como tristes.

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