Diario de León

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La burocracia es el idioma para hablar con el Estado, que es un ente más o menos ubicuo e inexistente cuyo representante en la tierra es la administración. Hay que saber un mínimo de palabras para tener una conversación comprensible y fructífera, por ejemplo, sobre los impuestos que pagamos o sobre una multa de aparcamiento. Sin esos mínimos, cualquier tipo de dialogo está condenado a la incomunicación, a la que en términos burocráticos ahora se le dice silencio administrativo y en tiempos de Larra, vuelva usted mañana. Cuando el lenguaje se ha alambicado tanto que no sirve para realizar esa comunicación, queda el recurso de contratar a un traductor, que para la cosa económica se llama gestor y para otras discusiones, abogado e incluso defensor del pueblo. Como si el pueblo tuviera defensa en cuestiones estatales, autonómicas o municipales más allá del pataleo, sobre todo cuando lo primero que se hace es congelar la cuenta del banco y luego ya, si eso, se escuchan sus alegaciones.

Simplificar un trámite, que por definición es el esperanto del Estado, a quien más debería interesarle es a este y a sus trabajadores, pero resulta asunto tan complejo como entender la teoría de supercuerdas y no está al alcance de cualquier mente. También es cierto que los funcionarios, cuando aprueban una de sus duras oposiciones, se apalancan un poco y lo primero que pierden es la empatía que pudieran tener cuando eran simples civiles. Dejan de ponerse en el lugar de la gente corriente, la que tan solo maneja unas pocas palabras de su intrincado idioma, y buscan el parapeto del papeleo oficial para despedirlo a uno de buenas maneras. No dice uno todos —aclaración para burócratas: la exageración es una licencia literaria—, también los hay que te despiden con cajas destempladas y un mohín de displicencia.

Lo que más nervios produce a los esforzados remeros sin los que la nave de la administración terminaría varada es la gente que se presenta con cuestiones que no están suficientemente dirimidas en el vademécum, preguntas de ocioso que dios sabe cómo habrá llegado a imaginar un supuesto así, que ni siquiera lo recoge la legislación vigente. La mirada burocrática nos contempla como a seres oficiosos, de escasa realidad, inválidos borrones que van por la vida sin manejar los hilos de su propia marioneta. Da la impresión de que para la administración, demasiado a menudo, sus administrados somos una especie de Error 404.

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