Diario de León

Antonio Manilla

Inventos del demonio

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Uno siempre sospechó que no estaba demasiado bien diseñado para la obediencia. Al menos hasta el matrimonio, uno se atrevió a pensarlo —bendita inconsciencia la del varón soltero, por algo las empresas los prefieren casados y a ser posible con hijos o en su defecto con hipoteca—, aunque luego a uno le entraran en razón, concretamente en la razón pura del eterno femenino, que es una dote de mando innata e irrebatible. Más de veinte años de experiencia en la sumisión marital le hacen considerar a uno que ya no tiene aquella rebeldía de la juventud, que ha perdido la capacidad de alzarse en armas ante la injusticia, de soliviantarse contra cualquier falta que no sea propia. Y no. Craso error. Todavía le quedan a uno arrestos para alzar las banderas de abril aunque nada más sea contra uno de esos gadgets que la tecnología no para de producir para abastecer el mercado de los regalos de cumpleaños o fiestas de guardar.

Si no luchas, te matan, canta mi filósofo de noche, Jorge Ilegal, en un tema que precisamente se titula Rebelión . Pero no es eso exactamente. Tampoco que se sienta rechazo por los sabihondos, ni que uno sea elitista y se oponga a recibir órdenes de personas sin bachillerato, sino que ese paquete de tabaco parlante que es el navegador del automóvil está sin escolarizar, nada más es una bonita voz de mando, apenas algo más modulada que una corneta. Uno, más o menos ciberadaptado por ciencias puras, alcanza a comprender el mecanismo por el que ese ente sin alma conoce todos los callejones y atajos de una localidad en la que nunca ha estado, pero, aunque quiera, se le pone muy cuesta arriba obedecerle.

¿Cómo va a tomarse salida en la avenida Mariano Andrés si se desconoce el nombre de todas las calles de esa ciudad ajena? ¿Cómo girar a la derecha a ciento cincuenta metros cuando se llevan marcados en la caña los centímetros que tiene una trucha de medida? Uno sueña en esos momentos que la voz pronuncie el deseado «ya está usted llegando a su destino», en vez del odioso «recalculando» que provoca la ristra de juramentos que preceden a alzar las susodichas banderas de abril, o sea, la ventanilla electrónica —esta sí es una buena invención—, para arrojar, aunque sea muy lejos de un punto limpio, con la mejor sonrisa, ese invento del demonio. Reciclarse o morir.

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