Diario de León

Antonio Manilla

Jardín seco «castañoscuro»

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El puerto seco de Torneros, ante la pujanza inversora acometida en el vallisoletano del Páramo de San Isidro, amenaza con transformarse en la enésima promesa de futuro con que nos embaucan a los leoneses. En otro espejismo sin consecuencias. Es la «política de follamigos» habitual de la Junta: alimentar el sueño logístico de convertirnos en epicentro para el transporte de mercancías que la lógica geográfica apoya, para después seguir con las costumbres de siempre y ponerlo en casa. «Si hasta la Federación de Montaña de Castilla y León está en Valladolid, provincia sin montañas», dice Platón, que remata: «Ya ni como tierra de paso nos consideran. Estábamos mejor con Roma».

Mientras se suceden ya sin ninguna extrañeza las decepciones autonómicas, qué mejor refugio que el arte a la intemperie de la leonesa Luz Santos Rodero, quien en la Escuela de Arte y Conservación de León, a los pies de la catedral, presenta en «Castañoscuro» un jardín seco japonés. Es un proyecto de final de ciclo formativo, no una exposición, pero la Escuela de Arte abre sus puertas a todos los interesados y uno recomienda vivamente la visita. El trabajo de Santos Rodero logra, mediante objetos creados con fibras naturales tramadas que van de lo minúsculo a lo enorme, que el trazo textil exprese y, además, dignificar un ámbito —un patio interior con cachivaches de toda naturaleza— mediante la poesía de lo que nace de las propias manos. Levantar un territorio natural abstracto a través de una instalación, depositar un gracioso jardín japonés sobre la severa osamenta romana del subsuelo, abandonar ese pequeño mundo de ganchillo en el desván al relente de un espacio a la vez interior y abierto.

En este jardín seco uno además observa toda una metáfora de nuestras esperanzas desatendidas, porque las piezas aparecen inacabadas en uno u otro grado. Y qué otra cosa son las metáforas que contemplar algo como si no lo fuera. O no completamente. En la tierra de los proyectos pendientes todas esas obras sin su último remate se erigen en simbólicas hasta sin pretenderlo: el espectador proyecta en ellas la gravedad o ligereza de sus pensamientos. Acaso el visitante, antes de irse, aún alcance a sentir como un golpe otra metáfora más benigna, creada por la falsa primavera de este invierno templado: un brote de verdura sobresaliendo entre tiras de castaño, signo de que debajo aún hay vida, algo que respira y busca el sol.

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