Diario de León

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Creo que era Andrés Martínez Oria, uno de nuestros grandes escritores medio secreto, quien sostenía en una de sus novelas que la civilización era algo así como la superación de la náusea a través de las artes culinarias. Que la cocina con fuego nos hizo vencer el asco de tener que comernos un huevo crudo o unas mollejas sin asear. Bien. Uno puede concordar con él en lo que tiene de civilizatorio la hoguera, sobre todo cuando nos ponen ante la tesitura de imaginar nuestra próxima cena como un surtido de sushi menos atractivo que los cebos caseros para carpas… Incluso puedo admitir que en algunos territorios autonómicos se interprete el placer neroniano de incendiar la noche como una evolucionada expresión democrática en lugar de vandalismo urbano. Sin embargo, discrepo con el novelista en la mayor: creo que la civilización es la aparición de la náusea, el advenimiento del asco como sentimiento, la interiorización en la humanidad de que existen cosas que antes eran corrientes y a partir de cierto grado de «cultura» se consideran inadmisibles. Ese refinamiento. 

No postula uno el regreso a las cavernas, donde todo, salvo el arte parietal, se hacía a la vista de todos, desde el puchero hasta los hijos. Pero hemos llegado a un nivel de refinamiento cultureta por el que no es que haya que hablar con tenedor o comer con pinzas, sino que casi ya no se puede decir «caca, culo, pedo y pis», que era algo que en los mágicos ochenta hasta lo cantaba la hija de Ramoncín. El punk habría sido imposible en esta sociedad nuestra donde lo políticamente correcto se antepone a las verdades del barquero. 

La neolengua que imaginó George Orwell en 1984 —qué lejos queda ya el año y qué cerca la novela— es esa autocensura de lo políticamente aceptable. El submundo de las redes sociales, que a menudo se convierten en cloacas verbales, es quizá el único lugar donde queda cierto espacio para la opinión sin fuego y en crudo. No reivindicamos esa basta grosería, que es anterior a la civilización, pero sí el placer de los exabruptos que la cultura restaura mediante la elusión y la inteligencia. Verbigracia: no vamos a tildarlo de hideputa, pero al responsable de la universidad vasca que llevó a un etarra a dar una conferencia sobre derechos humanos, por ejemplo, podríamos recordarle aquella cita de Valle-Inclán: «No me cago en su padre para no darle pistas».

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