Diario de León

Antonio Manilla

No hay más Tierra

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Vivimos en un tiempo dentro de lo que cabe pacífico. Con más posibilidades de morir por suicidio que asesinados, incluso incluyendo en el cómputo los decesos que generan guerras y terrorismo. Promediamos un asesinato al año por cada cien mil personas. Muere más gente accidentada que por violencia machista. Nuestra esperanza de vida era impensable hace tan solo un siglo. Incluso la peste que está conmocionando al mundo, en su peor momento, ha dejado un rastro de luto que es un quinto del que cada año provoca el cáncer. Pero «la verdad sin inteligencia», como sostiene Enrique García-Máiquez en uno de sus aforismos, «no pasa de dato». Quedarse en los datos, por ciertos que sean, no es suficiente: sirve acaso para afirmar que vivimos en una de las más opulentas sociedades que ha visto la historia, pero no para conformarnos con un mundo que es claramente mejorable. Llevamos demasiado tiempo quitándole el sueño al planeta y parece prioritario que lo dejemos descansar.

La Tierra sueña por sus árboles y zonas verdes. Su diversidad es nuestra propia riqueza, en realidad la única verdadera que tenemos. La deforestación y maltrato que estamos perpetrando a la naturaleza en aras del crecimiento, sin el menor rebozo, tarde o temprano repercute en el cuerpo de la humanidad, al reequilibrarse el medio ambiente. Una tala o un incendio en Australia provocan una tenaz sequía en Almería. Tirar un envoltorio o una mascarilla al suelo contribuyen a contaminar los océanos ya que cada segundo llegan doscientos kilos de plástico al mar. Más que el efecto mariposa, ese aleteo lejano que provoca un tornado próximo, es que todo está interconectado en Gaya, la gran madre Tierra que los griegos consideraron como la primera diosa. Incluso el curso del universo es una ola.

Somos muchos y, para sobrevivir, le pedimos al planeta más de lo que puede darnos. Pero es que, además, acumulamos. Y aumentamos la producción agrícola con nitratos. Y nos hacemos trampas al solitario con las cuotas de emisiones de gases contaminantes. Como todos los excesos, al final se acaban pagando, y el peligro, en este asunto, no es un año de silencio sino la «rotura del sistema», es decir, la autoextinción. A ver si del millón y medio de especies que alberga el planeta, más que la dominante, vamos a ser la más idiota. Habremos llegado a Marte, pero no hay más Tierra que esta.

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