Diario de León

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La irrealidad que nos hemos visto obligados a vivir durante la pandemia tuvo unas manifestaciones que tal vez terminemos por incorporar a nuestras costumbres y conductas futuras. Al menos durante un tiempo. Ya se habrá percatado de que los saludos y efusiones no han vuelto a ser los mismos: con expresiones de baja intensidad como palmadas y toques hemos resuelto la primera ola de regreso a la normalidad sanitaria. Los políticos ávidos ya ofrecen la mano a izquierda y derecha —si se la das, cuéntate los dedos—, pero los abrazos y besos han quedado para la familia y los amigos íntimos. Así son las cosas ahora en el mundo: se ha perdido tranquilidad y hemos ganado en desconfianza, los que alcanzamos la orilla de seguir con vida lo hacemos a costa de nuestros hábitos. Pagamos la luz a coste de guerra y la gasolina a precio de agua embotellada sin rechistar, porque hemos renacido en la alegría de superar el mayor envite que ha sufrido la humanidad en su conjunto. Supongo. Porque si no, no se explica que no estemos en las calles clamando contra todos los gobiernos, presentes y futuros, con una sola voz.

Durante la segunda ola de retorno a la normalidad —y no hay experto alemán que pueda predecir cuántas serán las avenidas a través de las que recuperaremos nuestro viejo y amado mundo— acaso vuelvan cosas que nunca deberían haber venido, como el envío de los más inteligentes hijos de la Gran Bretaña a nuestras costas para expresar mediante el «balconing» su imperial estupidez. Estos extracomunitarios son los mismos que convocan una huelga por lo que denominan «prácticas españolas», que, según ellos, paralizan el Reino Unido e irían desde enviar nueve trabajadores para cambiar un enchufe a sentir fobia hacia la introducción de nuevas tecnologías. Si no fuera porque estoy solo y me quedan todavía cinco días para reponer un enchufe, ahora mismo me compraba un ordenador y me hacía «hacker» para colapsarles el Eurotúnel.

Brotes «british» aparte, lo cierto es que estaría bien aprovechar esta marea de regreso a nuestras costumbres que nos ha brindado el maldito virus para, si no abolir, que todavía tiene aquí bastante predicamento la querencia libertaria del «prohibido prohibir», al menos soslayar algunas feas conductas que no son de las que debiéramos sentirnos orgullosos como sociedad. Cada uno tendrá las suyas preferidas. Yo voy a ver si me quito este afecto británico mío.

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