Diario de León

Antonio Manilla

País de doble vara

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Políticos y jefazos militares que se saltan el protocolo de vacunación, encomendándose a la Virgen de la Peineta y pasando de la regla sagrada que rige en los naufragios. De «las mujeres y los niños primero» al «sálvese quien pueda» en un pispás. Medio país se extraña de que estas cosas pasen y a mí me extraña que esa mitad de España se extrañe de ello, como si se enterasen ahora de que el nuestro es un país de doble vara. Aquí, al menos desde el siglo XVIII, no ha habido aristocracia, sino caciques, siempre aspirando a hacer un corralito de lo suyo. No es que lo piense uno: Mauricio Wiesenthal sostiene que esas viejas familias se convirtieron «en el motor rebelde de todos los movimientos separatistas, regionalistas o nacionalistas». Y con caciques sujetando las cañas del palio monclovita durante lustros, a costa de sus buenas prebendas, al menos la desigualdad no debería ser una sorpresa para nadie. Es la moneda de uso corriente en nuestra política.

Lo que a uno de verdad le asombraría, a estas alturas, es que no hubiera sido así. Si ante estos abusos de poder, en vez del suave castigo del cese o la dimisión, se hubiese aplicado un severo correctivo legal, con sanciones modélicas que sirvieran de ejemplo, uno habría pensado por un momento si no estaría en la Dinamarca de la serie Borgen, donde el menor conflicto de intereses incapacita para ejercer el gobierno y la primera ministra tiene que dar cuenta hasta del colegio al que manda a sus hijos. Pero no: aquí la impunidad campa a sus anchas para las castas que se saltan la cola mientras sanitarios y ancianos esperan sus vacunas. Si, en vez de ellos, ese monstruo inmoral hubiera sido usted, iba a sentir la doble vara midiendo sus espaldas sin ninguna duda.

El maestro de novelistas Manuel Longares, en un relato ambientado en la época del bandido Luis Candelas —en tantas cosas semejante a ahora—, realizó un retrato verbal que, para desgracia nuestra, vale para cualquier tiempo: «España es un presidio suelto». La flojera o laxitud de una democracia que ya no es joven permite que sigan en las calles y en muchas ocasiones incluso aferrados al cargo personajes que en otros países serían como mínimo reprobados. Si —como debería ser en la res publica— estos son los mejores de entre nosotros, estamos moralmente enfermos.

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