Diario de León

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En la cama de al lado hay un hombre que ha perdido la memoria. Viste un pijama azul, idéntico al mío. Aquí todos vamos uniformados. Cada vez que se despierta —da igual la hora que sea— grita de pánico porque no entiende qué hace en un hospital. Vive en un infierno permanente del que no guarda ningún recuerdo. Todo lo que sucede aquí, desaparece de su memoria. A veces llora como un niño. Ayer, por ejemplo, frente a la bandeja de la comida, mientras trataba de abrir un yogur, se hundió en un llanto desconsolado. Otras veces insulta a las enfermeras poseído por la ira, se golpea la cabeza, se abofetea.

Hay momentos en los que parece recuperar la lucidez y otros en los que simplemente deja pasar las horas, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, como peces de un acuario que observasen el exterior sin comprenderlo. Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, se mira las manos con una curiosidad inusual. Quizás no sabe que esas son sus manos. De alguna forma -pienso-, este hombre ha inventado la máquina del tiempo. Se subió siendo niño y acaba de bajarse de su vagón maltrecho. No ha pasado más que un instante fugaz entre su infancia y este momento en el que la artrosis apenas le deja mover los dedos. No es en su cerebro donde está el fallo ni la enfermedad: es en la flecha del tiempo, que ha perdido la cabeza, se ha desbocado, se ha precipitado por el espejo negro del olvido. El futuro es un destino terrible donde ya nadie se acuerda de nadie, y ni siquiera nos recordaremos a nosotros mismos.

Ahora vuelve a gritar. Pide ayuda, como si se estuviera ahogando. Me pregunto si es capaz de reconocer su propia voz en sus gritos de terror, o la siente como la llamada de un extraño que padece un miedo semejante al suyo. Dos personas iguales, el niño y el anciano, encerrados en un mismo cuerpo, en un mismo instante. ¿Quiénes ese hombre cuya voz eclipsa mis gritos, mi llamada de auxilio? ¿Me reconocerá alguien si él es capaz de gritar más fuerte que yo?

Viene la enfermera y le atiende, trata de tranquilizarle. Pero nadie ha escuchado el grito del niño. Eso es el terror. Darte cuenta de que ese hombre que grita eres tú mismo. Y ni aun así eres capaz de reconocerte.

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