Diario de León

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Es un ser artificial, que vuelve a la vida cada treinta y tres años en una habitación sin acceso del gueto de Praga. Es una figura de arcilla, animada por la palabra escrita. Una leyenda de la cábala. Y emergió de la oscuridad para defender a los judíos.

Es un motor del caos, un personaje salido del barro, que fascinó a Borges, el escritor de los sueños y los laberintos, las bibliotecas y los espejos. Una criatura difícil de controlar también, porque no razona.

Y no pudo evitar el auge de los fascismos, ni la Segunda Guerra Mundial, ni el exterminio de los judíos en Auschwitz o en Sobibor. Ni siquiera la ocupación de Praga por los nazis.

Es un heraldo de la guerra y de la destrucción. Un pregonero de la catástrofe. Y a la vez un símbolo de la conciencia colectiva del gueto. El Golem.

Un ser sin alma.

Mucho tienen que ver con ese personaje de la literatura fantástica, cincelado hace cien años por la imaginación del escritor austriaco Gustav Meyrink a partir de las leyendas de la cábala, los cuentos de autómatas de E.T.A. Hoffmann, al que tanto le gustaba la ambigüedad. El Golem es fuerte, pero sin inteligencia. Cumple órdenes de forma literal. Y como no piensa por sí mismo, nunca cuestiona nada.

El Golem no habla.

El Golem no tiene palabra.

Y la novela de Meyrink es otro libro del desasosiego. Un relato moderno que todavía nos ayuda a entender el mundo en el que vivimos. Metáfora de la sociedad de masas, conformista, vigilada, anestesiada por la tecnología, amenazada por la tiranía de los algoritmos y la aparición de la Inteligencia Artificial.

Pero también símbolo de cierta rebeldía sin sentido. Porque todos esos descerebrados que estos días culpan a Bill Gates y a Soros de la pandemia del Covid-19; todos esos iluminados que cargan contra la investigación de la vacuna porque ahí se esconde el diablo; todos esos amantes de las teorías de la conspiración, que rebrotan cada cierto tiempo; todas esas víctimas de la ignorancia, la superstición y los prejuicios, autómatas de la crispación, deberían dejar las leyendas en su sitio: encerradas en las páginas de un libro. O en una habitación del gueto de Praga. Sin puerta de acceso para los tontos.

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