Diario de León

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La Bestia es el nombre que Joseph Conrad le puso a un barco. La Bestia, porque era una nave impredecible.

El día de su botadura, cuenta en uno de sus relatos el autor de Lord Jim y El corazón de las tinieblas, La Bestia aplastó a un carpintero y provocó una desbandada entre la gente que observaba la maniobra. «Parecía que hubieran soltado a un demonio por el río», escribió el novelista de origen polaco. Y solo fue el primero de una serie de episodios que hicieron pensar que aquella nave era una bestia maligna, sí, «o simplemente estaba loca».

La Bestia es un símbolo. Yo lo asoció a todas las cosas que no podemos controlar y que nos hacen daño. Por ejemplo a la guerra, esa costumbre que tiene la humanidad de matarse para resolver sus conflictos; de fabricar armas cada vez más poderosas, desde los tanques y los aviones a la bomba nuclear, capaces de barrernos  de la faz de la Tierra en un descuido.

Porque la guerra es ingobernable. Nos deshumaniza. Nos devuelve a las cavernas. No me canso de decir que la épica es un fraude y la gloria militar una manipulación de la Historia. Nunca se hablará lo suficiente de los muertos, de los mutilados, del estrés postraumático que sufren muchos soldados. Del dolor y la angustia que se ceba con los civiles, víctimas ‘colaterales’.

Pero el símbolo de La Bestia no se acaba ahí. La Bestia, por irracional, también puede ser esta pandemia que nos ha vuelto más distantes, más desconfiados. Ese enemigo invisible que está cambiando nuestros hábitos, que congela nuestras relaciones sociales y nos encierra en casa por las noches. 

Pero no cometamos el error de humanizar a ese enemigo. El virus no es un ente racional. Más bien es una respuesta de la naturaleza, como el cambio climático, a nuestra propia irracionalidad. Somos nosotros los que estamos locos si no cambiamos nuestro modelo de desarrollo. 

Dice Joseph Conrad en el prólogo de su libro que La Bestia fue un barco real. Una nave de «hábitos homicidas» de la que oyó hablar por boca de un antiguo capitán. Y como el autor era dueño del relato, le dio a ese buque demoniaco el final que merecía «en un acto de justicia poética», escribió. Lástima que detrás de la realidad no haya siempre un buen escritor que ponga las cosas en su sitio. 

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