Diario de León

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Allí nacieron Juana, Nemesia, Eugenio y Pelayo Pablo, que murió siendo niño. Allí nació Enrique Gil y Carrasco, a punto de comenzar el verano.  

Era el 15 de julio de 1815, Napoleón, derrotado un mes antes en Waterloo, empezaba su destierro en la isla de Santa Elena, en mitad del Océano Atlántico. El eco de los cañones, el ruido de los sables, se apagaba en Europa, acabadas las guerras napoleónicas, y España había recuperado al rey Fernando, El Deseado , que no había tardado en reinstaurar la monarquía absoluta y dar carpetazo a la Pepa; la Constitución liberal salida de las Cortes de Cádiz.  

Gil y Carrasco, dicen las enciclopedias, era hijo de una familia acomodada, católica y tradicionalista. Su padre, Juan Gil, administraba las fincas del marqués de Villafranca y la colegiata de la localidad y la familia vivía en una casa blasonada de dos plantas, como la mayoría de las que todavía jalonan la calle del Agua, o calle Ribadeo, que también así se la llama.  

Allí pasó el escritor los primeros años de su infancia, arropada su imaginación por el trasiego de peregrinos y por la sombra del castillo de los marqueses. Hasta que un descubierto de veinte mil reales estafados a sus señores obligó a Juan Gil a dejar Villafranca.  

La casa natal del autor de El Señor de Bembibre , el amigo de Humboldt y de Espronceda, que terminó sus días en Berlín, todavía joven, pero castigado por la tuberculosis, todavía sigue allí. En la Calle del Agua. Pero es una cáscara vacía, sin baños, sin tabiques. Cuatrocientos metros cuadrados de historia hueca tras una fachada con un revoque horroroso, donde solo dos escudos hacen memoria de su antiguo esplendor. Cuatrocientos metros de literatura a la venta por 130.000 euros. El Ayuntamiento, que hace unos años trató sin éxito de adquirir el inmueble, no tiene dinero para hacer una oferta. Haría falta un proyecto de restauración y musealización que elevaría mucho más el coste.  

Pero si alguno de ustedes tiene suficiente liquidez o crédito en los bandos, y es un poco romántico, quizá le apetezca apuntalar un trocito de historia y dormir alguna noche en el mismo lugar donde un niño de siete años soñó con amores imposibles, castillos medievales y caballeros templarios. Y no se asusten si antes del alba oyen relinchar a un rocín.

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