Diario de León

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En lugar de irme a comer, me fui al Círculo Republicano y allí me dieron un fusil y unas balas», decía el fotógrafo berciano Vicente Nieto Canedo (1913-2013) en el documental La mirada furtiva del día en que Azaña apeló por la radio a la movilización popular tras la sublevación del Ejército. Y así fue como acabó de miliciano en el Alto de los Leones.

Vicente Nieto, como Bernardo Alonso Villarejo, fue un artista escondido, un creador de imágenes discreto, que solo al final de su vida vio reconocido su talento. Ocho años después de su muerte «su obra vuela sola», decía esta semana la que fue presidenta del Instituto de Estudios Bercianos, Mar Palacio —de las primeras personas en apreciar la calidad de lo que hacía aquel nonagenario junto al fotógrafo Marcos López— y tres de sus imágenes forman parte de la muestra que celebra el centenario de Berlanga; el cineasta de Bienvenido Míster Marshall y La vaquilla.

Pocos tiros disparó en la guerra Vicente Nieto. Tipógrafo de profesión emigrado a Madrid en su adolescencia, pasó el conflicto convertido en taquígrafo de la Columna Mangada y de la 32ª Brigada Mixta y las imágenes que tomó son escenas de retaguardia, juegos de guerra. Pero hay dos momentos de su vida y un objeto que definen su enorme humanidad.

En Ponferrada, donde su familia tenía un estanco con el combativo nombre de La Lucha, de niño revelaba al sol sobre papel sensible fotogramas que compraba por unos céntimos. Pero las imágenes de las estrellas del cine, menuda metáfora, se desvanecían a la luz enseguida porque no les aplicaba fijador.

De Vicente Nieto también hablan las imágenes que no fotografió. Durante la guerra, después de la batalla de Belchite, entró en una iglesia y descubrió lo que parecía ser una montaña de cadáveres. No se detuvo a comprobarlo. «No sabía si eran personas muertas o santos», contaba en el documental.

Y un objeto, sobre todo, le retrata a la perfección. Es un reloj de pulsera de su esposa, María Huerga, colocado bajo su retrato el día en que falleció. María estaba enferma de Alzehimer, ya no conservaba bien los recuerdos, y Vicente, el niño al que se le desvanecían los fotogramas porque no les echaba fijador, detuvo las manecillas del reloj justo en el momento de su muerte.

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