Diario de León

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Llevaba cien cuartillas de papel y un cuaderno pequeño en el equipaje. Su madre le había comprado aquel material después de muchos ruegos. Y era el primer verano que viajaba solo al pueblo. Solo con sus muletas desde San Sebastián.

Era un verano luminoso de posguerra. La luz no tenía, ni tiene, nada que ver con la miseria. Así que se bajó del tren, dejó atrás la estación donde un vagón en vía muerta le había dejado cojo a los nueve años, una tarde de juegos peligrosos durante el primer año de la guerra, y comenzó a recorrer el pueblo de punta a punta; las calles empinadas de la Villavieja, calles estrechas de casas levantadas con piedra sin labrar, argamasa de barro y cal; madera y barro también, mezclado con paja, en la segunda planta, corredores, galerías y solanas para aprovechar la luz

Recorrió la explanada del Palacio, sobre los cimientos del antiguo castillo, la era de Pradoluengo, que por entonces era un terreno comunal donde se trillaba la paja, la ribera del río Boeza, allí iba a bañarse toda la rapacería de Bembibre, y la carretera de San Román, a la sombra de los negrillos.

Aquel verano pasó de la timidez al desparpajo con las chicas. Su imaginación y sus fantasías, estimuladas por años de encierro y operaciones para recuperar movilidad, le convertían en alguien fascinante.

Se sentó en las mesas del Café de Aniceto. Y en las del Café Mero, en una esquina de la plaza Mayor, donde andaba como por su casa y le dejaban pasar hasta la cocina. Pero su primer dibujo fue un retrato del señor Candín, a la puerta de su casa en la Villavieja. El señor Candín, sentado en un peñasco, cuenta Maru Rizo, con una cachaba entre las manos. La casa retorcida, llena de angulosidades, como en una película expresionista. Y el paisaje que pintaba trasmitía desasosiego. Campos convulsos, en palabras de Carmen Alonso-Pimentel, especialista en la obra del pintor, como si un cataclismo cósmico» removiera «las entrañas de la tierra».

El autor de aquellas pinturas, de aquellos dibujos, murió en 1984. El Café Mero es una confitería. En Pradoluengo ya no trillan nada. Nadie se baña en el Boeza. Y no hay negrillos en la carretera de San Román. Pero aquel verano de 1952, tan luminoso, todavía alimenta la imaginación, aún nos remueve las entrañas, a quienes hoy miramos un cuadro de Amable Arias.

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