Diario de León

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No me sorprendió la denuncia de las gimnastas del Centro de Alto Rendimiento de León (CAR) sobre los insultos verbales que reciben a menudo durante los entrenamientos. Tampoco me chocó la inmediata reacción del equipo técnico del centro negándolo todo en un comunicado. Esta sociedad tiene tan asociado que las faltas de respeto, abusos verbales, voces y trato denigrante son propios de los mejores líderes, que mayoritariamente acepta ese comportamiento como el único posible para alcanzar la excelencia y, a veces, el que lo practica es víctima de su propio aprendizaje con insultos y agravios a su vez en algún momento de su vida. El insulto está tan normalizado que a veces se disfraza en clave de humor con la intención de rebajar su impacto y dejar a la víctima desprovista de recursos para defenderse. Ese comportamiento despiadado se confunde con el liderazgo y la autoridad y, a menudo, quien lo practica, ve reconocido su comportamiento por los que, bien por miedo o por interés, hacen oídos sordos. Desconozco lo que ha pasado en el CAR y no es mi propósito opinar de lo que no he presenciado, pero la realidad es que estos impulsos se han normalizado históricamente como único medio para endurecer el carácter y sacar el mayor rendimiento en cualquier disciplina en la que se cuele este tipo de comportamientos. Hay que acabar de raíz con estas actitudes despiadadas con las que convivimos diariamente bajo la creencia generalizada de que el castigo regula las conductas para un propósito determinado. El castigo, el insulto y la vejación no son más que una manera de coartar la voluntad del otro para un fin que nada tiene que ver con el rendimiento, sino con el poder. ¿Cuántas veces hemos presenciado insultos, voces, manipulaciones, y nos hemos callado mirando para otro lado? y ¿cuántas veces hemos sido víctimas sin que nadie a nuestro alrededor haya reaccionado y sí consentido ese tipo de comportamiento? Afortunadamente, la sociedad avanza en la percepción que se tiene de la violencia y pone el foco cada vez más en las conductas reprochables, todavía muy presentes tanto en los templos de la intimidad y la protección, los hogares, como en los entornos laborales, sociales e incluso educativos, pero queda mucho por hacer, por concienciar, por insistir, por poner límites a las personas que abusan, a las que mienten y manipulan con el único fin de su autoafirmación. Callar es señal de una sociedad enferma, un síntoma de alarma que debería poner en pie de guerra a todo un equipo porque consentir y participar en esos comportamientos evidencia una relación abusiva y de ahí no puede salir nada bueno y conduce, más tarde o más temprano, a un equipo hundido, agotado, poco motivado y acobardado.

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