Diario de León

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Tórrido. Así me gusta el verano. A riesgo de que pocas personas me entendáis, he de decir que no puedo pasar sin calor. Mucho calor. ¿Os acordáis de la película Fuego en el cuerpo de William Hurt y Kathleen Turner?. Pues así. El calor para mí es como una buena helada matutina para un leonés: genético. Lo que para León es ahora una ola de calor, en la canícula manchega con la que yo me crié es costumbre. En el verano de mi infancia, por supuesto, no existen las sofocantes escenas de sexo de la película que Lawrence Kasdan dirigió en 1981, aunque las habría en lugares ajenos a mi mundo infantil, que estos días pasa por mi memoria a toda velocidad como imágenes de diapositivas. En mis veranos hay niños y niñas corriendo. Los juegos de mi generación consistían en eso, en correr, a cuál más veloz, por las calles y plazas del barrio. Correr era la norma de base de cualquier juego, como un buen sofrito para las comidas. Había que correr hasta que, faltos de aliento, con churretes de sudor por la cara, llamabas una y cien veces a la puerta de tu casa, tantas como hiciera falta para saciar la sed. Ahora, coincidiendo con la semana de la lactancia materna, recuerdo a un niño pequeño con el que jugábamos, Pepe. Tendría cinco o seis años como mucho. También corría. Pero saciaba su sed en el pecho de su madre, algo que entonces nos parecía de lo más natural. Al anochecer, tras superar sin aire acondicionado las horas en las que el sol convertía las calles en un lugar prohibido, y después de cenar—las noches de verano de mi infancia huelen a pimiento frito, pisto manchego y agua agria fresca de la fuente más emblemática de Puertollano — los vecinos y las vecinas sacaban sus tumbonas al fresco y compartían tertulia. Después de esos corrillos ya no hacía falta psicólogos. Entre el murmullo de las conversaciones de los adultos, la chavalería corría. En las noches de verano de calor de mi infancia había saltamontes. Recuerdo a don Pedro sentado en su hamaca, un maestro jubilado al que toda la muchachada teníamos un inmenso respeto. Don Pedro cogía los saltamontes con la mano y nos animaba a no tener miedo de estos insectos. Un maestro, aunque jubilado, nunca olvida su oficio y la ocasión de inculcar a los niños y niñas el amor por la naturaleza. Hace años que no veo un saltamontes. Recuerdo los cines de verano. El calor anima a León a incorporar en sus actividades de ocio las pantallas al aire libre. Mi infancia está cargada de recuerdos de cine. El segundo trabajo de mi padre era el de operador de cabina de cine. Mi hermano y yo hemos visto cientos de películas gratis. Las no toleradas también, por la ventanilla de la cabina. La pandemia deja un verano con restricciones sociales, aunque hay costumbres tumbadas por otros cambios no sanitarios que imponen soledad y aislamiento desde hace tiempo.

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