Diario de León

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Se cumplen cincuenta años de la publicación de El exorcista, la novela de terror de William Peter Blatty. El verdadero impacto social de la historia del libro, basado en un exorcismo realizado en 1949, se produjo dos años después, cuando William Friedkin dirigió la versión cinematográfica. La película se estrenó en España en 1975, provocando una gran conmoción en los espectadores. Las escenas visualizadas en la gran pantalla, aderezadas con el magistral Tubular Bells de Mike Oldfield, horrorizaron a una sociedad que en España comenzaba una transformación social y religiosa. Tardé años en ver la película completa. Me negaba, y me niego, a que los demonios aterroricen mis sueños, como ocurrió cuando con 14 años vi El Anticristo, dirigida en 1974 por Alberto De Martino. Fue en una doble sesión de cine de verano en la que se estrenaba también Cabaret, con Liza Minnelli. Que una niña de 14 años rezumara líquidos verdes por la boca mientras repetía frases como «maldita puta de mierda» y otros exabruptos por el estilo al tiempo que escupía a un crucifijo, causaron desmayos y todo tipo de conmociones en un público poco acostumbrado a esas terroríficas blasfemias. Si la película se estrenara hoy no tendría el mismo impacto. Lo que hace cincuenta años horrorizaba ahora se consume en horario prime time en cualquier medio de entretenimiento. Las palabras y los gestos malsonantes y groseros se cuelan en nuestras vidas nutriendo conciencias con el mismo esmero con el que, mientras escuchamos, aderezamos los alimentos que nutren nuestro cuerpo. Ya no hay desmayos. El terror ahora es tendencia y ejemplo a seguir. Esta sociedad, que cada vez tiene mayor grado de tolerancia a lo perverso, ha blanqueado la maldad. Aficionada a las películas de suspense, que no calificaría de terror, me inclino por La semilla del diablo, dirigida por Roman Polanski en 1968, basada en el libro Rosemary’s Baby publicado un año antes por el escritor estadounidense Ira Levin. En esta película el mal se sospecha, se intuye, pero no se ve, actúa en la sombra disfrazado de cordialidad, amistad y acompañamiento. Al papelón y la actuación de Mia Farrow se une la magistral interpretación de mi favorita Ruth Gordon, que ganó el Óscar a la mejor actriz secundaria, en el papel de Minnie Castevet. Hay muchas y muchos Minnies por el mundo, en los que inocentemente confiamos ignorantes de sus verdaderas perversiones. Ese es el terror, no tener la intuición para distinguir dónde se esconde el mal que no se muestra. No haría yo aquí una revelación crucial si despejara el final, puesto que ya han pasado 53 años de su estreno, pero me lo reservo con la esperanza de fomentar la curiosidad por este film que es una de mis pasiones cinematográficas. En ese salón, en la escena final, están reflajadas todas las caras que dan las claves de la realidad actual.

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