Diario de León

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Lo primero es organizar en casa. Crear una especie de armario alternativo en el que guardar la ropa que utiliza para ir al Hospital de León, siempre con los mismos zapatos. El escenario espacial, repleto de mascarillas y trajes protectores, es lo primero que contempla al llegar. Después hay que pasar la zona sucia —marcada con rayas rojas, es por donde pasan las camillas que transportan personas contagiadas—, saltando para lograr atravesarla sin contacto, como si de una trinchera se tratase. Aunque la verdadera trinchera está arriba.

Ahora ha de bajar a por el uniforme nuevo, uno cada día —de ahí que ayer la consejera de Sanidad pidiera colaboración a las empresas textiles para confeccionar pijamas para sanitarios y pacientes— y ya está lista para montar al ascensor y subir al pequeño país del caos en que se ha convertido su planta. Cada día aparecen nuevos rostros a los que hay que enseñar el trabajo diario. Y cada turno se hace agotador por el esfuerzo extra que conlleva la situación: cambio de EPI (Equipo de Protección Individualizado) siempre que se entra a una habitación diferente, ir constantemente al servicio a lavarse las manos, atender a más de una docena de hospitalizados cada enfermero... Ayer León sumó 97 positivos. Al lastre físico se une el mental, inevitable porque en la 3, la 12, la 18 y cualquier otra, los enfermos buscan el consuelo de los empleados por el terror que infunde el televisor, como si al encenderlo fueran a encontrar su propia esquela. Cuando sale del cuarto, otros cinco minutos para quitarse el EPI, con ayuda de los auxiliares que, con un poco de suerte, son los del día anterior y ya saben la lección. Para aportar quietud y serenidad al día, el protocolo de organización brilla por su ausencia —hasta tres jefes distintos dando pautas discordantes—. La avalancha de material, totalmente desorganizado y contando las batas por si se agotan, también contribuye a calmar el pánico. Tirar el uniforme, limpiar bien los zuecos y hasta mañana. Aunque la jornada no acaba ahí. Elena aún tiene que llegar a casa, ducharse, lavar con lejía su calzado, colocar la ropa y volver al aislamiento diario de su dormitorio, pues sus padres son mayores. Piensa mudarse con otra compañera, para combatir, o compartir, la frustración.

Un enfermero no debería sentirse utilizado ni desamparado. No merece que los medios eludan contar la sobrecarga que sufre. Ni mucho menos sentir pavor de que nunca le sea reconocida su labor —que debería verse compensada pero la convaleciente economía lo pone en duda— y de que, cuando todo pase, se vea en el paro. No debería sufrir por sus colegas de sesenta años que siguen en sus puestos y que tal vez no debieran estar allí. Y, a pesar de todo, el enfermero sigue en pie, como un gran muro infranqueable gracias a la vocación, y al sentimiento inigualable «de ayudar a la gente». A todos nosotros.

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