Diario de León

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Día 23 de confinamiento. El apocalipsis está más cerca. A veces pienso que el bicho de los cojones debería infectar a veinte millones de españoles para que el país salga de una vez del paro. Que al segundo me arrepiento: obvio. Vivo en un cuarto piso, pero cada día me convenzo más de que el suelo no está tan lejos. De hecho, el suelo está mucho más cerca aún que el día dieciséis. Creo que en breve me aventuraré a explorar su longitud, por salir o por no salir de casa. La barba es espesa e inabarcable como un bosque siberiano. Ya no sé si me alimento yo o a los enanos y duendecillos que en ella habitan. Y el bigote se inmiscuye en los asuntos del hocico arañándole cachos de pan y otras sustancias alimenticias. Por no hablar de las cejas, que ahora, por economizar con el miedo de la crisis que está por venir, me he dejado sólo una. Llevo, exactamente, diez días encerrado en casa y este cumpleaños está siendo inmejorable, más aún cuando el clima acompaña para gozar de una semana soleada que teñirá de dorado los próximos días de encierro.

En los aledaños, un vecino, con mal gusto, increpa mis siestas y mis tardes con techno malo a horas intempestivas. Vigilo, inquisitivo, como en La ventana indiscreta, los movimientos por la zona y ya me conozco a los espabilaos’ de turno que salen de casa bolsa en mano con un paquete de lentejas y el pan de antes de ayer. A decir verdad, ese es el pan de los humildes, el pan que quita el hambre del mundo, el mismo que ponía Frutos en el Valdesogo. También tengo calados a los dos hermanos que van juntos a la compra, dejando veinte metros y quince segundos de distancia pero que sin embargo hablan entre ellos a voces. Hasta que aparece alguien en la ruta y con un silbido se dan el «agua». Después están los Diógenes que acumulan la basura de toda una semana y el domingo salen, cargados hasta los topes, y deambulan de contenedor en contenedor en una especie de Giro sin bici.

En el interior, un pequeño saltamontes se ha coronado fiel escudero en esta lucha nuestra. Un día, a punto estuvo de escapar, desde la altura de un hombro amigo y con la ventana abierta, pero parece que él sí supo medir la distancia de la caída, a pesar de que sus diminutas alas le hubieran permitido planear más que a mí. Cualquier día le reto. Salvando su compañía, las estanterías se me atragantan, los libros se amontonan, las series queman los ojos, la música se esconde para no sonar, y la semana gratuita en Pornhub ha llegado a su fin. Qué efímero placer. Mientras tanto, me entretengo convirtiendo cartas de amor en aviones de papel que la semana que viene lanzaré al balcón de una familia de Madrid —que jamás había visto por aquí— para invitar a una preciosa joven de ojos negros a una limonada cuando todo esto acabe. Espero que no acabe recogiendo los aviones su madre. O su padre.

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